En las dos últimas semanas un
par de noticias de dudosa veracidad parecen haber copado la atención general,
ébola, consulta soberanista y tarjetas opacas aparte. En una de ellas la
protagonista es una joven de Valencia que, con un pie en el altar, decide
acostarse con el boy diminuto en su despedida de soltera. Nueve meses después
llega la sorpresa en forma de bebé enano siendo así descubierta su pillería. La
otra tiene que ver con una orgía de ancianos que tuvo lugar en Bélgica en el
transcurso de la cual acabaron diez personas en el hospital, siete de ellas
muertas. Los detalles de ambas informaciones se han comentado hasta la saciedad
en espacios televisivos, programas radiofónicos, cenas, reuniones…en muchos
casos sacando punta al lado jocoso, pese a que los dos sucesos tienen un
componente siniestro y escabroso. A mi esto me hace pensar en la absoluta y
completa fascinación que sentimos los humanos por todo lo relacionado con lo
sexual, una fijación tal que supera los limites convencionales del pudor y la
moral y enturbia la visión objetiva que nos hace distinguir entre el bien y el
mal. En nuestra cabeza se aparece ese stripper diminuto vestido con un tanga,
apretando las nalgas y moviendo la cadera. Imaginamos a la chica, desmelenada
en plena melopea, animada por las amigas, por la curiosidad, por el impulso
irracional que solo una vez a las mil nos arrastra al lado oscuro. Luego
visualizamos la bacanal geriátrica, esos cuerpos inseguros y acorchados,
lanzados a una maratón de sexo grupal, un combinado de dentaduras, poco pelo, nalgas
derretidas y miradas desbocadas que, para algunos de los participantes, tuvo un
trágico final. O no tan trágico, pues no son pocos los que apuntan, liberando
de la carga y el temor histórico que se le atribuye al desenlace vital, que
morir fornicando es quizás la forma más placentera de dejar este mundo.
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