Los parques públicos son como el patio de la cárcel, tienen
unas reglas sagradas no escritas pero consensuadas que para poder sobrevivir
tienes que conocer, asumir y acatar. Mi experiencia de más de tres años como
madre me ha llevado a explorar el terreno y poder definir una serie de pautas que
a muchos les pueden interesar. Lo primero que hay que saber es que no todos los
parques son iguales, es decir, no es lo mismo pasar la tarde en uno de General
Urrutia que en el del centro de la Glorieta. En los parque pijos tienes que ir
arreglada y vestir a tus hijos con bombachos, capota y abrigo. Allí las madres
hablan sentadas sujetando sus bolsos de marca mientras las chicas de servicio esperan
con el pan debajo del tobogán a pequeños que se llaman Álvaro, Claudia o
Beltrán. En los otros que yo suelo frecuentar por la zona de Manuel Candela la
cosa está más mezclada y madres en vaqueros charlan sentadas aquí y allá, con
un ojo puesto en la conversación y el otro en sus pequeños que juegan dentro de
su campo de visión. Obviando las distancias provocadas por la variable social y
la ubicación, todos los parques tienen en común el modo de funcionamiento, un
código silencioso que se cumple en pos de la estabilidad. Una de las primeras
reglas sería la de la equidad en el nivel de los juguetes a llevar. Llegar con un
cochecito o una muñeca está bien, pero ir con la moto a baterías, los patines o
la consola, no mola. Provoca fricciones, discusiones y el niño portador del
juguete mejor, quedará inevitablemente aislado después de protagonizar
numerosas peleas con otros que terminarán llorando y suplicando a su madre con
desespero que les compre el objeto de deseo. La segunda regla tendría que ver el
uso equilibrado del columpio. Lo pactado, lo educado, es hacer que los pequeños
se vayan turnando por orden de llegada mientras van jugando. Una madre
voluntaria, normalmente muy pesada, ejercerá de encargada y distribuirá los
tiempos a disfrutar y los periodos a descansar. Aquellos que lleguen y se
apoderen del balancín saltándose al resto, están dando por supuesto que pasan
de cortesías generándose automáticamente numerosas antipatías. La tercera regla
fundamental trata de la parte más irracional: los conflictos directos entre los
niños. Aquí es donde las mujeres perdemos la cabeza pues nunca vamos a
entender, por mucho que el otro tenga razón, que a nuestro ángel de cuatro años
otro desalmado de la misma edad lo humille o le haga daño. Yo he presenciado
verdaderas batallas campales, señoras fuera de sus cabales por una tontería,
algo que empezó como una nadería. Una de ellas ocurrió el año pasado en abril. Estaba
yo sentada en un banco del Gulliver mientras mi hijo jugaba con piedras cuando de
repente escucho un grito. Al levantar la vista veo a un niño de unos cinco años
llorando en el suelo al final de un tobogán. “¡Me ha tirado!” –le escucho
repetir entre sollozos mientras señala con el dedo a otro que lo mira cabreado.
De la nada emerge una chica como una exhalación, coge al que se supone herido y
con un grito aguerrido le increpa al otro sacando pecho: “¡¡Has visto lo que
has hecho!!”. En cuestión de segundos hace su aparición otra madre que abraza
al presunto autor y le contesta con una mirada que arde: “¡A Nacho tú no le
gritas!”. La otra sujeta a su pequeño que no deja de llorar: “¡Tu hijo es un
demente, una especie de delincuente, lo ha empujado, lo podía haber matado!”.
Entonces la segunda da dos pasos y se pone frente a su enemiga ofendida: “¡Te
estás pasando, solo estaban jugando!”. Ante mi asombro la otra deja al niño al
lado y la empuja en el hombro: “¡Lo tengo fichado, tu hijo es un maleducado!”.
Tras otro empujón, varios gritos y lo que me pareció un tirón de pelo, entre
unos y otras las consiguieron calmar y yo casi me muero de miedo. Desde ese día
tengo muy claro que en cuestiones infantiles y cuando hay conflicto por medio,
buscar el entendimiento es el único remedio. Tengan cuidado en los parques,
esos espacios de entrada inofensivos que esconden la esencia del ser femenino
primario y brutal. Y en caso necesario, no estaría de más entrenarse en un buen
gancho de derechas por si el asunto se pone serio. Apego maternal e instinto
animal se unen entonces en mezcla explosiva. Sea un poco irreflexiva.
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