Tras mi periplo vital
personal que hoy no voy a relatar, decido después del verano empezar a trabajar
en casa. Así me reafirmo en mi vocación de columnista –periodista-redactora y
paso a instalarme en mi buhardilla, que además es mi habitación, en una mesa de
madera recia con la espartana compañía de un flexo y mi ordenador. Al principio
me marco un horario, de nueve a dos, con una pausa para comer y otra vez hasta
las cinco, cuando recojo a mi hijo en un colegio del ensanche. Un par de días
voy a inglés a la Escuela Oficial de Idiomas y otros dos intento nadar. La
cosa, como verán, parece sencilla, lo que hace años yo había imaginado, una
existencia bohemia alrededor de la escritura, marcarme los tiempos, organizar
mi actividad, gozar de la libertad que se supone que te procura la creatividad.
Pero no. La realidad es bien distinta. Pasadas las primeras jornadas plagadas
de novedad en las que una se levanta puntual, se pega una ducha y se sienta
frente al ordenador entregada a ese cometido inspirador, llega un día en el que
te cuesta un poco más salir de la cama y te pones a escribir en pijama. “Solo
es hoy” –te dices. Pero semanas después has asumido la condición de trabajar en
bata y camisón y te parece la única opción. Como es imposible mantener largo
tiempo la concentración y además no tienes a nadie que te de conversación,
inicias un acoso implacable a la nevera. Al principio lo quieres hacer
agradable, buscas algo saludable, pero poco a poco te liberas y llega un
momento en el que te cagas en todo y te lanzas al pan con chorizo y las papas
con aceitunas, costumbre que pronto se traduce en la báscula y el aspecto
físico general, más salvaje y dejado. “Yo no te noto que has engordado” –te
dicen los otros. Y bien pensado es normal que el aumento de peso pase
desapercibido, porque sabes que últimamente el pantalón ancho y el suéter de lana
se han convertido en tu atuendo preferido. A veces te invade una modorra
monumental y tu cabeza, consciente de la pereza, se inventa falsas
obligaciones, extrañas distracciones que tú crees fundamentales como limpiar el
teclado del portátil, buscar el título de la facultad o poner en orden los
libros con ansiedad. Otro día te ves atrapada por las redes sociales y te pasas
la mañana enfrascada mirando las fotos de la boda de la amiga de la hermana de
la prima de una ex compañera de trabajo, que hace siglos que no ves y que ahora
te parecen increíbles, fascinantes, imprescindibles. De repente se te ocurre
que tienes las puntas del pelo fatal, entonces corres al baño, buscas la
mascarilla y te la aplicas con fruición cuando te fijas en que tus cejas están
pendientes de una depilación. Coges las pinzas y tratas de darles forma
mientras caes en que hace meses que no sometes tu rostro a una exfoliación y te
pones a frotar tu cara con una crema de cristales de corindón.
Un día llaman a la puerta sin
avisar y tú, que llevas un buen rato sin hablar, la abres y te encuentras con
la empleada del gas a la que le cuentas alguna intimidad y la invitas a un
café. Ella acepta cortada y media hora después intenta escabullirse como puede
pese a que tú no dejas de insistirle en que se quede. Al despertarte una mañana
tienes una revelación y decides empezar el día con energía, te calzas la malla
y las zapatillas y sales a la calle con la sana intención de andar. Ya en el
río empiezas a pasar frío y te encuentras fuera de lugar entre esos corredores
y ciclistas que se ejercitan con brío. De camino a casa y como te sientes fatal,
te pegas un desayuno monumental que te crea culpabilidad. Entonces vuelves a la
realidad y caes en que aún no has pegado ni golpe y te pones a trabajar sin
parar intentando adelantar lo que queda acumulado. Así, te das cuenta de que
esa actividad es el estado ideal productivo, la actitud que tiene sentido y no
puedes entender como llevas tantos días posponiendo las tareas que tenías que
hacer. A partir de ese momento decides ducharte a primera hora y entregarte con
motivación pese a que sabes que en
cuestión de una semana volverá la bata, el pijama, las papas, el chorizo, las
redes sociales, la culpabilidad, las sesiones de belleza y la pereza… lo que acabas
asumiendo como gajes de tu oficio.
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