Cuando uno llega a cierta edad es complicado decidir el plan
de Nochevieja. No es mi caso, pues ya a la tierna edad de quince años me
resistía a las cenas en grupo y prefería disfrutar la noche disfrazada en casa
de una íntima bailando hasta altas horas temas de Bon Jovi o de Madonna. Años
más tarde pasaba de las fiestas en la Hípica o en el Ateneo para meterme en el
chalet de algún conocido y vivirla en plan guateque, con baile en el salón y bebida
de garrafón. Ya de adulta llegaron las veladas en el pub de un amigo, las cenas
en Sierra Nevada y alguna otra en la que, movida por un espíritu rebelde, no
hice absolutamente nada. Ahora, casada y con hijos, la historia cambia por
completo abriéndose ante mi todo un panorama de propuestas para las que he
tenido que crear nuevas respuestas: “¿Os apetece una fiesta en familia en la
que cenamos pizza y Champín?” –me propone una amiga amable. “No, gracias, si a
estos dos les cambio el horario me enfrento a una noche sin fin” – alego usando
a los niños. “¿Qué tal una casa rural y una excursión matinal?” – ofrece una
madre del cole. “Te lo agradezco pero es imposible, el campo me da una alergia
terrible” – me excuso. “¿Os apuntáis a una cena de gala en el Mercado Colón?” –
nos dice un amigo. “Seguro que no está mal, pero nos habíamos imaginado algo
más informal, me da un poco de pereza” –rehúso con delicadeza. Así que al final
dejamos a los niños con mi solidaria suegra e improvisamos una juerga en casa
de un vecino con solo unos días de antelación. En una reunión previa muy
entretenida discutimos el tema de la comida. “¿La encargamos?” –pregunta una.
“Ni de coña, que al final somos tres los que pagamos” –contesta otro lanzado
que tiene fama de puño cerrado. “¿Cocinamos?” – suelta otra. “Mucho peor,
acabaremos gastándonos más y luego tendremos que pasar la fiesta en una casa
que apesta” –responde otro más. Entonces se le ocurre a un amigo la solución
brillante, aquella más natural teniendo en cuenta que la media de edad del
grupo supera con creces los cuarenta: “Que nos lo hagan las madres, les
compramos el material y seguro que les parece genial”. Así, de manera forzosa,
tomamos la decisión vergonzosa de pedirle la cena a mamá. Pasamos a hablar del
alcohol. “Cada uno traerá una botella, whisky, vodka y ginebra” –dice uno.
“¿Qué pasa con los que somos de ron? – protesta otra. “Pues traed también ron.
Y ojo con las marcas, no hace falta Dom Pérignon pero que sea algo equilibrado,
no traigáis la marca blanca del supermercado” –indica el anfitrión. “Yo me
encargaré de la mezcla” –añade el dueño de la casa. “A ver que pasa, la última
fiesta en vez de latas compraste el refresco por litros y la cosa quedó muy
cutre” –replica otro más. “Pues lo hacemos en tu piso y nos haces un guiso en
tu cocina de un metro cuadrado” – contesta el primero cabreado. “¡Ya basta!” –les
digo dándole un pellizco a mi amigo. Tras dejar claro el tema del hielo, las
uvas y el cotillón, hablamos de los invitados. “Si cada vez que Sara sale y se
emborracha se lo dice al primero que pasa, nos va a petar la casa” – suelta
Olga, una del grupo. “Te recuerdo que el sábado invitaste a un venezolano de
quince años con el que te estabas metiendo mano” –le responde Sara ofendida.
“Tenía veinte y me lo hizo pasar de maravilla, te jode porque llevas casi un
año de sequía” –se defiende Olga. “Prefiero no pagar por hacerlo” –contraataca Sara. “Chicas, como siga la cosa
así traemos una pequeña piscina y montamos una pelea en el barro” –corta otro.
“Ya te gustaría pedazo de guarro, igual es más divertido pillar una porno,
sueltas la mano y te vemos en tu entorno” –contesta Olga. “Mejor ponte aquí
debajo y me ahorras el trabajo” – le dice el bromista en tono realista.
De forma milagrosa, conseguimos arreglar la cosa y nos
juntamos la noche en cuestión. Tras una cena animada, las uvas de turno y las
copas de rigor, vimos un poco la tele, cantamos Raphael y Camilo Sesto, nos
reímos un rato y a eso de las cuatro de la mañana, cada uno se fue a su cama.
Al despedirnos hablamos de organizar una gran fiesta el próximo año vestidos de
etiqueta con catering incluido y todo servido, o irnos a Baqueira para llegar a
la madrugada con la piel tostada. Ya les digo yo que no.
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