El pasado miércoles, para
celebrar la festividad del 9 d’octubre, y por aquello de inculcar a nuestra
prole algo de valencianía, decidimos organizar un paseo en barca por la
Albufera con comida a bordo incluida. A eso de la una tomamos la carretera
arbolada de El Saler y como cada vez que la recorro, como si fuera la primera
vez, me digo que es preciosa, una maravilla, que me la juego con los Hamptons
de Nueva York o las playas de Punta del Este en Uruguay. El Palmar, que a esa hora
se encuentra de bote en bote, ofrece una estampa muy visual, con zonas de mesas
acodadas junto al canal repletas de familias y parejas dando cuenta del
aperitivo. Nuestro grupo compuesto por nueve adultos y once niños toca tierra y
el barquero, un chico educado y bien plantado, nos mira acercarnos de lejos
observando impactado el pequeño batallón infantil cuya edad media no supera los
cinco. “Agua”, “barco”, “pájaro”, “pez”…van diciendo los pequeños navegantes
conforme se aproximan a la espectacular barca que aguarda amarrada en el canal,
con una gran mesa central cubierta por un mantel y cuidada vajilla. “Plato”,
vaso”, “plato”, “pan”…comienzan a soltar, como autómatas, al ver la barca
decorada a la que se intentan lanzar como si fueran pequeños animales. “Quizás
quieran ver primero los arrozales” –sugiere el chico con sutilidad, pues aún
falta una pareja por llegar. Tras inspeccionar el terreno con los críos y
hacerlos correr llega el momento de partir que además coincide con la hora de
comer. Nos acomodamos en las bancadas, los hombres en un extremo y las mujeres
mezcladas con los niños que aguardan excitados en otro, comiendo papas y
aceitunas, como en un avispero. Antes de arrancar el motor el joven capitán nos
informa de que está prohibido ponerse de pie y sacar los brazos, con una especial
atención a los pequeños a los que advierte que “un golpe con otra barca podría
cortaros los dedos”. Al instante los niños se incorporan y estiran sus manitas
buscando el agua, las cuerdas y otras barcas con las que chocar, “córtame un
dedo mamá” – dice uno de ellos a su madre mirándola con curiosidad. Finalmente
los logramos controlar y nos alejamos de la orilla arropados por el suave ruido
del motor. El cielo nublado ofrece una imagen crepuscular, con los colores saturados
y la presencia de esa naturaleza bestial abriéndose paso ante nosotros. De
repente, y ante el entusiasmo de los jóvenes exploradores, nos sentimos como
los primeros colonizadores. Unos patos nadadores de cabeza verde y pecho
castaño fluyen por la superficie hasta una zona de brotes que picotean con
movimientos de repetición. Un vencejo surca el cielo a unos metros de nuestra
embarcación y los niños siguen su trayectoria cuando dos golondrinas se cruzan
en su camino. Poco a poco nos acercamos a una zona de marjal donde detiene el
motor y destapa la paella que reposa junto a él cubierta con papel. El resto
aplaudimos y servimos el arroz con pollo, conejo, garrafón y caracoles. Unos
rayos de sol contenidos enmarcan el momento que de repente siento vital,
carnal, con botellas de vino corriendo de mano en mano, las tortas de pisto, la
ensalada, las risas desenfadadas, el bullicio de los niños que ahora juegan
bajo la mesa. “Hay que venir más, esto es un lujo, un privilegio” –escucho
decir. Me acuerdo de “Cañas y Barro” y la pasión clandestina de Neleta y Tonet con
una Victoria Vera desbordada, despiadada y abocada a una relación condenada por
el destino. Otra sex simbol de la época, Victoria Abril, se puso en la piel de
Roseta en “La Barraca” despertando, al igual que la primera, la libido brutal
de un chicote de esta zona fructífera en paisaje, fauna y cosecha. Las nubes se
oscurecen y emprendemos la vuelta en silencio, comiendo frutas de Sant Dionís y
tomando sorbos de mistela, hipnotizados por la belleza del lugar y paralizados
por el peso de la barriga sobre la vejiga y la necesidad apremiante de ir al
cuarto de baño cuanto antes.
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