lunes, 14 de octubre de 2013

CAÑAS, BARRO Y PAELLA



El pasado miércoles, para celebrar la festividad del 9 d’octubre, y por aquello de inculcar a nuestra prole algo de valencianía, decidimos organizar un paseo en barca por la Albufera con comida a bordo incluida. A eso de la una tomamos la carretera arbolada de El Saler y como cada vez que la recorro, como si fuera la primera vez, me digo que es preciosa, una maravilla, que me la juego con los Hamptons de Nueva York o las playas de Punta del Este en Uruguay. El Palmar, que a esa hora se encuentra de bote en bote, ofrece una estampa muy visual, con zonas de mesas acodadas junto al canal repletas de familias y parejas dando cuenta del aperitivo. Nuestro grupo compuesto por nueve adultos y once niños toca tierra y el barquero, un chico educado y bien plantado, nos mira acercarnos de lejos observando impactado el pequeño batallón infantil cuya edad media no supera los cinco. “Agua”, “barco”, “pájaro”, “pez”…van diciendo los pequeños navegantes conforme se aproximan a la espectacular barca que aguarda amarrada en el canal, con una gran mesa central cubierta por un mantel y cuidada vajilla. “Plato”, vaso”, “plato”, “pan”…comienzan a soltar, como autómatas, al ver la barca decorada a la que se intentan lanzar como si fueran pequeños animales. “Quizás quieran ver primero los arrozales” –sugiere el chico con sutilidad, pues aún falta una pareja por llegar. Tras inspeccionar el terreno con los críos y hacerlos correr llega el momento de partir que además coincide con la hora de comer. Nos acomodamos en las bancadas, los hombres en un extremo y las mujeres mezcladas con los niños que aguardan excitados en otro, comiendo papas y aceitunas, como en un avispero. Antes de arrancar el motor el joven capitán nos informa de que está prohibido ponerse de pie y sacar los brazos, con una especial atención a los pequeños a los que advierte que “un golpe con otra barca podría cortaros los dedos”. Al instante los niños se incorporan y estiran sus manitas buscando el agua, las cuerdas y otras barcas con las que chocar, “córtame un dedo mamá” – dice uno de ellos a su madre mirándola con curiosidad. Finalmente los logramos controlar y nos alejamos de la orilla arropados por el suave ruido del motor. El cielo nublado ofrece una imagen crepuscular, con los colores saturados y la presencia de esa naturaleza bestial abriéndose paso ante nosotros. De repente, y ante el entusiasmo de los jóvenes exploradores, nos sentimos como los primeros colonizadores. Unos patos nadadores de cabeza verde y pecho castaño fluyen por la superficie hasta una zona de brotes que picotean con movimientos de repetición. Un vencejo surca el cielo a unos metros de nuestra embarcación y los niños siguen su trayectoria cuando dos golondrinas se cruzan en su camino. Poco a poco nos acercamos a una zona de marjal donde detiene el motor y destapa la paella que reposa junto a él cubierta con papel. El resto aplaudimos y servimos el arroz con pollo, conejo, garrafón y caracoles. Unos rayos de sol contenidos enmarcan el momento que de repente siento vital, carnal, con botellas de vino corriendo de mano en mano, las tortas de pisto, la ensalada, las risas desenfadadas, el bullicio de los niños que ahora juegan bajo la mesa. “Hay que venir más, esto es un lujo, un privilegio” –escucho decir. Me acuerdo de “Cañas y Barro” y la pasión clandestina de Neleta y Tonet con una Victoria Vera desbordada, despiadada y abocada a una relación condenada por el destino. Otra sex simbol de la época, Victoria Abril, se puso en la piel de Roseta en “La Barraca” despertando, al igual que la primera, la libido brutal de un chicote de esta zona fructífera en paisaje, fauna y cosecha. Las nubes se oscurecen y emprendemos la vuelta en silencio, comiendo frutas de Sant Dionís y tomando sorbos de mistela, hipnotizados por la belleza del lugar y paralizados por el peso de la barriga sobre la vejiga y la necesidad apremiante de ir al cuarto de baño cuanto antes. 

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