Una amiga ha empezado a salir
con un chico que tiene un gato. En la primera cita ella en seguida se dio
cuenta de que el tipo tenía al animal en un pedestal. Tras enseñarle una
galería de fotos y hablarle de la dieta y las monerías del felino, dijo una
frase que le impactó: «lo quiero como si fuera mi hijo». A ella, que no tiene
una conexión especial con el mundo animal en general, el gato en concreto le da
hasta dentera. Lo encuentra sibilino, antipático y traidor. Además no cree que
sea mascota de tío, dando por hecho que aquellos que le rinden a un minino ese
amor tan apasionado, tienen seguro un lado oculto afeminado. La semana
siguiente él la invita a su casa y, nada más entrar, se queda sorprendida ante
un enorme retrato del gato que ocupa una pared del salón. El rey de la casa
hace su aparición por el pasillo, enorme, seguro y triunfal. Él lo coge en volandas y, después
de acariciarlo, le estampa un beso en la boca. Sentados en el sillón, tomando
una copa, ella, que siente en la espalda la mirada clavada del animal, no puede
estar relajada. Tras un ligero magreo él propone pasar a la habitación.
Sentados en la cama comienza a desabrocharle el sujetador cuando la puerta se
mueve y, de manera sigilosa, se cuela la sombra gatuna. De un salto sube por el
cabezal y se queda apoyado en un lateral, sin dejar de observar. Ella detiene a
su enamorado, que ya está lanzado, y le dice con un susurro señalando al mirón:
«Estoy un poco cortada, no nos quita los ojos de encima». Él, que tiene la respiración
acelerada, le suelta arañando su boca: «Le gusta mirar». Ella percibe la
complicidad entre ese chico delicado y su felino. Le viene a la cabeza que
tener un testigo, aunque sea un animal, es lo más cercano a un trío que ha
hecho en su vida y suspira, motivada, ante la mirada rasgada de ese gato
voyeur.
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