En un lugar de la Gran Vía
cuyo nombre no voy a desvelar, se da cita desde hace meses gente de distintas
tribus para tomar unas copas y bailar. Así a bote pronto quizás la introducción
les traiga a la cabeza el término “pub” o “discoteca”. Pero no. Esto es algo
más. Y son varios los motivos que han convertido a este garito en uno de mis
favoritos y en objeto de mi estudio. En primer lugar es un tema de disposición
del espacio, que es hacia abajo. Para empezar, y cuando se trata de un local de
ocio, todo lo que sea bajar es atractivo. El descenso en nuestra mente está
unido a lo ilícito, a lo prohibido y en consecuencia divertido. La idea de
reunirse bajo tierra, en un búnker o en una madriguera siempre tiene un punto
de desfase. ¿O acaso no es el infierno el lugar adonde van a parar los
descarriados, los amantes de la nocturnidad, de lo lascivo, los que van por el
camino alternativo y aquellos proclives a la vida loca? En segundo lugar está
el tempo. Por un motivo que aún no he conseguido descifrar, a partir de la
medianoche, a la hora en la que en otros locales aún se encuentran preparando el
material, la barra está tomada por gente con ganas de farra y la pista la
tienen a tope. Así te saltas la tourné
etílica que te hace de ir de pub en pub, socializando a la fuerza mientras
haces tiempo hasta que se hace la hora de bailar. Este horario, muy acorde a la
práctica europea, hace que te ahorres más de una melopea y que puedas llegar a
tu casa a una hora prudente. Las consecuencias ya se han empezado a notar y sé de
algunos grupos que quedan “por amor al baile”, convirtiendo la práctica rítmica
en una ceremonia casi tribal. El tercer punto, y aquí viene lo interesante, es
la mezcla de público que están consiguiendo fidelizar. Lo que empezó como una
alternativa para aquellos amantes de la modernor, (gafas de pasta y barba
ellos, zapatillas Victoria y vestido retro ellas), se ha ido ampliando hasta
dar con un batiburrillo que alberga profesionales liberales, artistas, tipos en
apariencia normales, salidores profesionales, separados, enamorados, grupitos
de madres que acuden después de la cena, personas con inquietudes musicales que
huyen de los clásicos temas de verbena y diferentes tipos de pijos. Pese a que
la edad también es variada la mayoría tiene de treinta para arriba. Esta mezcla
enriquece, da color y dota a la noche de un sentido abierto y democrático, como
la masa de un concierto o la sala de espera del médico. He observado además
que, gracias a las particularidades que se dan en el local, han vuelto ciertas
prácticas vintage como el ligoteo abierto entre grupos y el morreo. Hay dos
salas, una con música de baile molona en la que cuelan algún tema un poco más
comercial, y otra con una selección más cambiante, lo que genera el tráfico de
aquellos que se desplazan de sala a sala para ver qué tal. Cada vez que voy
descubro algún grupo nuevo que, atraído por los cantos de sirena, se ha
decidido a probar y se quedan sorprendidos al verse engullidos por esa platea
bulliciosa y bailonga. Para muchos que ya han cumplido cierta edad, este lugar
es una segunda oportunidad para recuperar la ilusión por la noche. Sin
folklore, sin gogós, sin camareras neumáticas, ni humo con olor a fresa, ni
luces láser de neón, ni chupitos fosforescentes, ni privados, reservados, ni
columnas de espejo, ni toda la parafernalia hortera que suele envolver a la
esfera discotequera. Quizás es la sobriedad, la dosificación de artificios y la
ausencia de intención lo que le da el aspecto de un lienzo en blanco, una
superficie fértil, neutral y liberada del peso de las modas pasadas. Animo a
los empresarios a partir de cero y lanzarse con más propuestas como esta. La
fórmula es sencilla: música buena, no garrafón, ser prudentes con la
decoración, que el personal sea gente normal, que haya el número de baños
adecuado y que estén cuidados. Si son coherentes, están atentos a la tendencia
del momento y no tratan al público como borregos, verán como su facturación va
en aumento.
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