Me han metido en un grupito
de WhatsApp que tiene como nombre de guerra “Rabos”. Pese a que muchas de las
participantes están casadas o emparejadas ninguna habla nunca de su marido,
algo que me parece desconcertante y a la vez divertido. El grupo surgió en un
principio con el fin de organizar una cena bajo el alias de “sábado noche”.
Tras la velada una envió una foto de varios tíos en pelotas con la idea de
animar la semana y, en vista de la buena aceptación, otra más lanzada decidió
renombrarnos y escoger un sustantivo que, lejos de ser sutil, consiguiera definir
el carácter erótico-festivo y faltón que gobierna nuestra unión, y así opto por
un contundente “rabos”. En dicho chat se alternan mensajes que informan sobre
alguna actividad infantil, el teléfono de una peluquería, fotografías muy
bestias que a más de una sonrojarían, recetas de cupcakes, chistes guarros,
apuntes de moda, críticas diabólicas y observaciones sexológicas como “ayer
vibré” o “me he comprado lencería de putón”. Me ha pasado más de una vez estar
en una reunión o mostrar a alguna madre del colegio alguna información en el
teléfono cuando, en la parte superior de la pantalla, aparece un mensajito del
grupo. Es entonces cuando la visión de ese “rabos” a traición, que parece
agrandarse y eternizarse para la ocasión, me deja mirando el dispositivo con la
ceja levantada. La otra persona suele hacer como que no ha visto nada y yo mascullo
alguna excusa peregrina, como “debe de ser una broma” o “¿a ver? no sé de qué
se trata”. Tengo claro que el material de ese chat abriría a los psicoanalistas
un nuevo camino sobre como se estructura el pensamiento femenino, más complejo,
socarrón y sofisticado de lo que siempre se ha pensado. Y así se aclararía uno
de los puntos fundamentales: puede que los hombres sean más directos y
sexuales, pero es seguro que nosotras somos más creativas y brutales.
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