Hay una plaga en la ciudad.
Se da entre hombres de distintas edades y no depende de la posición, ni del
tipo de empleo, ni de si están casados o solteros. La realidad, y no se
alarmen, es que ¡las mejillas masculinas se han cubierto de pelo!. Lo que en el
pasado se reservaba a ancianos o pensadores, aquello que no hace tanto fue
símbolo de rebeldía acompañada, en muchos casos, de una melena despeinada, se
presenta hoy como opción de moda impulsada en primera instancia por obra y
gracia de esa tribu urbana que componen los hipsters. Empezaré explicando, para
aquel que no lo tenga claro, que por hipster se entiende el joven urbano amante
de la música independiente, de lo vintage y lo artesanal, pero a la vez usuario
habitual de tecnología. El colectivo hipster se concentra en barrios
tradicionales en teoría “baratos” que ellos mismos contribuyen a poner de moda,
como es el caso de Ruzafa. La ropa que utilizan suele ser atemporal, apoyándose
en básicos como tejanos, camisas y chaquetas de punto. Es en esta búsqueda de
lo casual donde entra en juego el corte de pelo old school, de acabado
depurado, y la barba, diseñada, recortada y peinada para la ocasión. Y aquí
podemos hablar de epidemia. Porque la barba, por si no se han dado cuenta, es
contagiosa y salta de varón a varón de una manera que puede parecer aleatoria
pero que, analizada de fondo, tiene su historia. La guinda del pastel se
encuentra en la calle Matemático Marzal en forma de barbería neovintage
regentada por un profesional altamente cualificado en arquitectura pilosa. Hasta
allí peregrinan aquellos que desean llevar su peinado facial a la máxima
expresión estética y ponerse en manos de este virtuoso de la navaja. En un
escalón inferior están todos aquellos que un buen día decidieron prescindir del
afeitado y se han dejado crecer el pelo, seducidos por la comodidad y
asombrados por la capacidad de transformación de su rostro, que muchas veces
gana en carácter o en virilidad con la sola presencia de vello. ¿Y que opinamos
nosotras?, me imagino que muchos se preguntarán. A mi en particular la barba me
sabe a verano, a salitre y a cubierta de barco, a noches sin dormir, a largas
siestas, a cosquillas en las mejillas, en la barbilla, en la barriga, a leer
junto a una ventana por la que se cuela una suave brisa, a cama, a almohada, a
no hacer nada, a madrugada, a piel bronceada, a vino blanco frío, a
cigarrillos, a café, a la bestia que seduce a la bella, a Sergé Gainsbourg, a
Sean Connery, a Julian Schnabel, a momento creativo, a fin de semana...
En general la mujer la acepta
de buen agrado siempre y cuando el sujeto conserve intacta su esencia
masculina. Para ellos, y dado que la capacidad de metamorfosis estética del
varón es tan limitada, dejársela crecer puede aportar a su expresión una imagen
completamente renovada. Hasta el nuevo y flamante rey se ha sumado a temporadas
a esta tendencia demostrando que, si se luce con decisión y cuidada, aporta un
extra de presencia. Insto a aquellos lectores masculinos que todavía no se han
lanzado que aprovechen las vacaciones, se dejen llevar y comprueben si tienen
razón aquellos que afirman que al pasar del afeitado han experimentado una
nueva sensación de libertad. Una pequeña revolución anárquica que se inicia una
mañana ante el espejo del baño y se apodera poco a poco de uno, empapado por la
energía de su nuevo aspecto, poseído por el influjo de los grandes
conquistadores, aquellos que emprendieron largas travesías a ciegas en aguas y
tierras desconocidas. A nivel sexual lo que el pelo en la cara le puede aportar
es ese punto salvaje de sujeto indomable que, más allá de las convenciones,
decide apostar por lo inexplorado, reivindicando al macho con mayúsculas que toma
rotundo a la hembra para gozar y procurarle placer desmedido. Y es en este
punto donde la mujer aprecia siempre la vuelta a lo primitivo.
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