Mamen ha vivido una suerte de revelación vital. Tras casi
quince años de matrimonio, una hija, un divorcio, algunas aventuras, y
aproximándose de manera inexorable a los cincuenta, descubre no hace mucho que
se encuentra atraída por los chicos jovencitos. Todo ocurre una tarde cuando se
está preparando un batido en la cocina y aparece por la puerta Fran, un amigo
de su hija que estudia en casa. Mamen, vestida con bata ligera de seda, ojea
una revista sentada en la bancada cuando el chico, de no más de veinte años, se
acerca para abrir el armario y se queda frente a ella, entre sus piernas, con
el rostro cerca de la abertura vertiginosa que se inicia en la zona del escote.
Él se da cuenta y se tropieza, precipitándose sobre ella, que pierde el control
de su brazo derramándose el batido por el cuerpo. El pobre Fran se disculpa
sonrojado, coge un trapo y comienza a limpiarle en el brazo, la muñeca, la
rodilla. Ella le observa enternecida. Movida por un impulso moja los dedos en
el batido, los lleva hasta la boca de él manchándole los labios y lo besa, con
el fin de retirar los restos de bebida. Él responde, primero descolocado,
enseguida desbocado, aferrándose a su bata, trastornado, agarrándole los
muslos, mordiéndole en la boca. Ella lo frena, a fin de evitar un follón, pues
su hija lo espera en la habitación. “Te quiero” –le dice ido. “Hace treinta
años te hubiera creído. Esto algo normal, estas caliente como un animal”
–responde tranquila. “¿Me besarás otro día?” – pregunta ansioso. “Quizás, hoy
has sido mi fantasía” –le aclara. “¿No me puedo quedar?” –insiste desesperado.
“Te ordeno que te marches a estudiar” – dicta ella firme.
Y así concluyó otro episodio en la vida de Mamen que, lejos
de asustarse ante la llegada de la madurez, se dedica a exprimir cada día como
si fuera la última vez. “¿Será cosa de las hormonas?” –le preguntaría más tarde
su hermana. A lo que ella respondería: “lo único que sé es que cada día tengo
más ganas”.
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