La noche tiene dos caras. La que todos conocemos, aquella
que consta de risas, ligoteo y conversaciones frugales cuyo motivo final suele
ser el divertimento, y de la quién y quién menos, a pesar de su predisposición
o tendencia, guarda alguna clase de experiencia. La otra cara es la de quién
sin ser abstemio convencido, por alguna razón puntual, como alguna
indisposición o cualquier clase de restricción, debe de salir a pelo, sin
probar ni una copa. No hay más clara distinción, o estás dentro o estás fuera,
pues por mucho que te quieras divertir, aunque intentes integrarte con el
resto, siempre llega un momento en el que hagas lo que hagas, te vas a acabar
dando cuenta de que ya no pintas nada.
Paso a relatar un ejemplo que pone de relieve lo que cuento.
Acudo el pasado jueves a un evento de moda en Myrtus, espacio de celebraciones
que acogió por una noche el desfile de moda de un conocido diseñador. Esa
noche, y por prescripción facultativa a causa de unas anginas que me tienen con
antibiótico, tengo prohibidas las copas, incluso el vino, así que me hago con
un refresco con hielos. Allí disfruto del sarao donde me codeo con, según
alguna publicación, “lo más selecto de la sociedad valenciana”, saludo aquí y
allá y antes de volver a la ciudad, me doy cuenta de que la gente está más
efusiva, integrada y animada que yo, que sigo a agua y cola y siento que me
falta chispa. Llegamos a un pub de Conde Altea. Allí, acomodados en el
interior, todo el mundo pide un cubata y yo me pido una Fanta en lata.
Saludamos a una pareja de conocidos que llevábamos tiempo sin ver y se sientan
junto a nosotros. Ella alarga la mano y me estira la camiseta “¿y esta
barriguita, no estarás esperando de nuevo?” –dice cómplice. Yo pego un respingo
y mi primer pensamiento en lanzarle una mesa a la cabeza. Pero me controlo y le
contesto “no, no queremos más bebés, igual es una tontería pero odio que me
toquen la barriga”. Ella me mira y comienza a reírse a carcajadas, “joder que
seria te pones, venga que te invito a un chupito” –se anima. “Gracias, pero no
puedo beber” –le explico. “¿Ves como no me equivocaba? ¡Estás preñada!” –grita
en plan graciosa llamando la atención de la gente que tenemos alrededor. Yo la
cojo del brazo y le hablo al oído. “Mira, tía pesada, ya te he dicho que no
estoy embarazada. Ahora desaparece o la próxima vez que vea a tu marido, le
presento a una amiga muy guarra, que además es una lanzada, y te lo pone
mirando a Pamplona”. Ella me mira horrorizada y se levanta de inmediato
desapareciendo de mi vista. Yo pego otro trago a mi refresco, aguado y
caliente, y me fijo en un grupito que tengo justo enfrente. A uno lo dejó su
mujer, otra es una alegre solterita con poco ojo para los hombres, la tercera
es una chica despechada y un cuarto amigo, que va y viene del baño tocándose la
nariz. Los cuatro beben, hablan, ríen y bailotean en una estampa que a mi me
resulta grotesca. El del baño pega palmas y sube los brazos como un guardia
urbano. Ellas le siguen, cogidas de la mano, mientras el otro las abraza por
detrás, con el rostro enrojecido. “Como está el mercado, pobres las que tengan
que pillar ahora algo de ganado” –pienso. Me dirijo al cuarto de baño. Delante
de mi espera una chica con coleta que masca chicle con la boca abierta. De
repente me mira con cara de cabreo, se da la vuelta y empieza a aporrear la
puerta con la palma de la mano abierta. “¡Es para hoy guapas!” –grita. A los
pocos segundos abre una tía gigante de rubia melena voluminosa, junto a ella
hay una amiga muy bajita que también lleva el pelo cardado. “Tranquila” –dice
la pequeña al pasar junto a nosotras. La que esperaba suelta un discreto
“zorras” ante de encerrarse en el lavabo y de repente me siento como en Gran
Hermano y me imagino que me llamo Saray, y llevo extensiones, piercing y
tatuajes y me entran ganas de ponerme unas mallas, tacones y fliparme por un
tío que se pasee por casa sin pantalones. Ya en el baño me miro en el espejo
donde descubro dos marcadas ojeras y la cara llena de brillos. “Pero si aquí
siempre me veo muy mona” –reflexiono. Y me doy cuenta de que llegada una hora,
o vas un pelín chispada o mejor emprendes la retirada. Porque la noche se
vuelve turbia y te acabas dejando confundir, siempre y cuando te metas en la
rueda y consigas integrarte con aquello que te rodea. Un exceso de claridad a
esas horas se torna en crueldad, y es entonces cuando los gatos pardos se
confunden con las ninfas y los cardos. Maldita realidad.
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