Luís se llevó una agradable sorpresa el día
que su compañera de despacho se cogió la baja por maternidad y en su lugar
contrataron a Merche, una morena guapita de veinticinco años con una sonrisa
traviesa y un culo imponente. Tras el impacto inicial y al constatar cada
mañana que Merche era aficionada al traje sastre marcón y a llevar desbrochado
el peligroso botón, ese que marca la diferencia entre la camisa formal o el
escote bestial, Luís confirmó que se sentía seguro y no tenía nada que esconder,
pues tenía muy claro que quería a su mujer. Por ello no notaba nada cuando
Merche se agachaba con las piernas estiradas para buscar un informe y ante sus
ojos quedaba un triángulo perfecto coronado por ese trasero respingón que
desafiaba las costuras del pantalón. Tampoco le importaba los días que hacía
calor y a Merche se le formaban unas gotas de sudor en la zona del bigote, ni
la mancha del escote, que ponía de manifiesto una clara tendencia animal, una
fuerza racial y potente, pues para él era evidente que a la única que tenía en
mente era a su mujer. No le era extraño cruzársela camino del baño y que ella le
guiñara un ojo con complicidad, con esa familiaridad espontánea que surge entre
compañeros de profesión que comparten vocación. Ni que se acercara para mirar
algo en su ordenador y apoyara el pecho en el hombro de él, que sentía la carne
turgente, caliente, a través de la tela. Así que la noche que pasaron en
Barcelona para asistir a un curso de formación, cuando ella después de la cena le
acompañó hasta el ascensor, se liberó de la ropa junto a la entrada y le bajó
el pantalón. El hecho de que él la acorralara en la pared y la besara con
pasión, el consiguiente revolcón y las horas de sexo brutal que pasaron sin
salir de la habitación, no importaron, porque Luís, en el fondo mismo de su
ser, estaba completamente seguro de que quería a su mujer.
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