Decido apuntar a mi hijo de año y medio a clases de música
por recomendación de su profesora. “Le va a venir fenomenal, ritmo coordinación
y psicomotricidad” –me explica. Así que me presento hace dos viernes en el
centro, una bonita guardería situada por Manuel Candela donde un grupo formado
por cinco madres y tres padres esperamos en la recepción acompañados de
nuestros hijos. Enseguida se detecta la diferencia entre los primerizos, que
aguardan con expectación ante la nueva situación, y el resto, que miramos
alrededor con recelo con el deseo de que el tema no sea un marrón. Es entonces
cuando me entero de que los padres pasamos dentro, no sólo como espectadores,
que es algo que ya tenía asumido, sino como sujetos activos. “Mi hijo está muy
acostumbrado, yo le enseño muchas canciones, es muy bueno para las emociones” –
me dice una madre que desde que hemos llegado no deja de darnos lecciones
terapéuticas. “No los cojáis de la mano al entrar, que tomen su elección, eso
fomenta la emancipación”, “Al cantar mirarlo a los ojos, genera unión y
empatía”, “Mejor no hablarles sobre la clase unas horas antes, que lo acepten
sin condicionantes”. Yo la miro y le quiero decir “lo que dices me importa un
cuerno, arde en el infierno”, pero no lo hago porque llega el profesor y le
seguimos hasta un aula de suelo acolchado decorada con motivos infantiles. Allí
se presenta, pregunta el nombre de los niños y sin mediar más palabras, saca la
guitarra y comienza con una melodía con la que uno a uno, les va a dando a los
pequeños la bienvenida. Tras entonar una vez la única estrofa del tema, “hola
Pablo ¿cómo estás?, vamos juntos a cantar”, nos hace un gesto para que nos
unamos. Lo hacemos de manera tímida, menos la madre coñazo que eleva los brazos
como si estuviera en un coro de gospel. Cuando termina con la ronda deja la
guitarra y comenzamos con las sílabas “ta-ta-ta, te-te-te…” a la vez que
acompañamos con palmas. Yo intento ponerle ganas pero mi hijo pasa de todo y se
tumba boca arriba para rascarse la barriga. A continuación saca unas láminas
con dibujos y las muestra al grupo. “¿Esto qué es?” –pregunta. “¡Una vaca!”
–suelta la madre de antes imitando la voz de los niños. El profesor sonríe
tenso. “¿Y esto?” – repite sacando otra hoja. “Un osito” –insiste la madre de
nuevo. “¿Quién sabe qué es esto?” –continua él paciente. “¡Una gallina!” –grita
ella. Otra madre salta. “Perdona, ya vemos que te sabes los animales, ¿no se te
ha ocurrido pensar que quizás a algún niño le apetezca participar?” –le dice
cortante. Ella se queda con una sonrisa helada y consigue reprimirse unos
minutos. Entonces el profesor saca una bolsa gigante, le da la vuelta y deja
caer en el suelo un montón panderetas, maracas, cascabeles y tambores. “Que
todo el mundo elija un instrumento” –nos anima. Yo cojo un timbal. Cuando nos
da la señal, comenzamos a tocar, primero de manera desordenada, pero poco a
poco conformamos una especie de batucada, unidos, los niños incluidos, en un
ritmo constante y fluido. Yo muevo manos, hombros y cabeza, sumergida en el
momento junto al resto que sigue la pauta. Mi hijo golpea el suelo con una
flauta, otros tocan los platillos, el triángulo, el tambor. De repente, y de
manera sorprendente, sonamos bien, puro estilo tribal. A su señal comenzamos a entonar
“la cucaracha”.
En ese momento nos indica que nos pongamos de pie y empieza
a desplazarse por la clase. El resto le imitamos sin dejar de cantar. Yo me
muevo con mi timbal, en plan rumbera, liberada de toda suerte de prejuicios.
Los otros hacen lo mismo, sin pudor, como en una suerte de danza selvática,
errática. De repente ocurre algo. Tras dar un giro sobre mi misma me veo
reflejada en un enorme espejo de pared. Con la cara sofocada me balanceo como
un gorila y levanto las piernas al compás. Veo el rostro de otro padre que se
mira igual que yo, con gesto avergonzado. Intentamos disimular y terminamos la
actividad con lo que nos queda de dignidad. A la salida el grupo se despide
consciente de haber compartido un secreto, algo imposible de revelar que deberemos
llevar con nosotros el tiempo que dure el curso. En el fondo me di cuenta de
que resulta liberador este tipo de expansión, pero por el bien de la autoestima
y la salud de nuestra mente, yo evitaría a toda costa la presencia de ese
espejo impertinente.
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