Martes por la tarde en el club, cursillo infantil de tenis .
Junto a las pistas hay dos bancos para que los acompañantes se sienten a
esperar. Uno de ellos está más próximo a la valla, y en él se suelen poner las
madres, jóvenes, guapas y pijas, para charlar de sus cosas. El otro, situado en
el otro extremo, es el que las chicas de servicio han escogido como suyo y que
toman cada tarde en comandita. Así que un par de días a la semana, esos dos
bancos separados en la distancia espacial y vital, acogen a ese grupo de
mujeres para las que el destino ha marcado caminos tan diferentes.
Una tarde, y debido a una inoportuna reparación en el suelo,
los operarios deben de mover los asientos, de manera que cuando llega la hora
de la clase, las acompañantes que van llegando se encuentran con los dos bancos
pegados, en uno de los laterales. Aún así las mujeres, leales a su condición,
se acomodan con la acostumbrada distribución quedando así la situación: madres
a la izquierda, internas y niñeras a la derecha. Yo, que llego algo tarde, me
tengo que conformar con una silla solitaria que encuentro unos metros más atrás
y decido aprovechar para relajarme leyendo un rato. Hasta mis oídos llegan
varios temas de conversación que en principio, no merecen mi atención. Mientras
las mamis se decantan por la fashion night out de la próxima semana, un
profesor de manualidades con dudosos modales, los descuentos especiales en un
par de tiendas de moda, una crema con glicólico, recetas de Thermomix, una niña
que se hace pis, el frío, las revistas y un bautizo. Las chicas por su parte
hablan de bonos de autobús, tintes para el pelo, la marca del móvil, los
precios de su operador, la ropa interior, un programa de televisión y los
planes de fin de semana. Yo intento concentrarme en la lectura intentando
abstraerme del cacareo cuando de repente una de las madres, una flaquita
castaña vestida con suéter de lana, pitillos vaqueros y botas de montar, anuncia
a sus compañeras: “El marido de mi hermana le engaña”. Tras un breve silencio
las chicas lo intentan asimilar y se lanzan a preguntar: “¿Con quién?”, “¿Desde
cuando?”, “¿Estás segura?”, “¿No será una confusión?”, “¿Los ha pillado en
acción?”, “¿Será que a él le puede el vicio?”. Entonces ella, consciente de la
expectación, decide soltar la bomba: “Cree que está liado con la chica de
servicio”. El grupo no puede reprimir un gritito de terror mientras en el banco
contiguo, el de las chicas con malla y coleta, se dan codazos y miran hacia la
pista intentando disimular. Pero las madres no se percatan, pues su nivel de
conmoción las hace concentrarse únicamente en la historia que su amiga les
narra a continuación. “Cuando se fue su tata de siempre mi hermana buscó en una
agencia y le mandaron a Jenny. Yo le dije que la veía muy joven y además era un
cañón, pero ella acababa de parir y no sabía discernir. Jenny se reveló como una
interna eficiente y cariñosa que además, cocinaba de maravilla y transmitía a
los niños su alegría” – relata. El grupito de amigas la sigue con atención. Las
niñeras por su parte, atrapadas por la historia, se han ido desplazando y
escuchan sin perderse ni un dato del escabroso relato.
“Una día llegó a casa antes de lo previsto y los encontró
sentados en el sofá, no estaban haciendo nada pero le pareció advertir algún
tipo de complicidad. Hizo como si no lo hubiera visto pero empezó a investigar
y una tarde, buscando en el cuarto de ella, descubrió con estupor que le había
cogido un sujetador” –se detiene, una de las niñeras de tanto estirar el cuello
casi se cae del banco, las otras la mandan callar. Las madres van a estallar.
“¿Y qué más?” –preguntan en una voz. “Entonces una tarde, aprovechando que
Jenny no la veía, le cogió el teléfono móvil y descubrió que guardaba una foto de
él, un primer plano en el que sonreía” – continua. Justo en ese momento termina
la clase y los niños aparecen en manada. Se ha hecho tarde y aunque la cosa
está que arde, el momento pasa y todas vuelven a su casa. La clase siguiente,
con el suelo ya reparado, cada banco ha vuelto a su lado. Las madres se sientan
en su extremo, correctas y sonrientes, con el mismo talante de siempre. Las
chicas de servicio, aún con la antena puesta, intuyen que se acabó la fiesta. Y
aunque ya nunca más se vuelvan a mezclar, unos bancos y el azar, las unió por
una tarde en el miedo común al engaño, al desengaño y a que un tío les haga
daño.
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