Una de las cosas
que más me gustan del verano en la ciudad son los conciertos de la Feria de
Julio en Viveros. Me encanta el lugar, la música en directo al aire libre y la
sensación como de verbena que se crea entre el público en torno a la cuidada
puesta en escena. Hace dos sábados me cito a las 20:30 con unos amigos en un
local de la Alameda, la misma pandilla con la que en los últimos siete días
hemos estado intercambiando mensajes en un chat del WhatsApp con fotos de tipos
en mallas, chaquetas de flecos y camisas con chorreras bajo el lema: “Earth,
Wind & Fire, aciertos de estilo para el concierto”. Tomando un vino y
montaditos coincidimos con muchos otros que también van a ver al mítico grupo
de los setenta y descubro que la mayoría tienen algo en común: un particular
estilo de vida marcado por la libertad, una especie de feeling vital, un buen
rollo que no sabría precisar. “Vamos para allá” –marca alguien al rato y paseamos
hasta la entrada donde un grupo nutrido de personas entra de manera civilizada.
Nada más acceder al recinto veo a una pareja repartiendo un folleto y algo más.
Al coger el material escucho como el chico que me hace entrega repite una palabra:
“prevención”. Entonces miro mi mano y veo un díptico con normas sobre
protección, planificación y dos condones. Al levantar la mirada veo que no soy
la única sorprendida con la iniciativa “¿Y esto?” –le digo divertida a una
conocida. “Me imagino que no son para usar en el concierto” –contesta, y yo la
miro preguntándome si realmente sabe a que tipo de espectáculo va. “Que va,
ahora los reparten en cualquier sitio, el otro día me dieron unos en el Bioparc”
–le digo en broma pero ella no se ríe y yo sigo mi camino hacia la barra. Allí
me informan de que hay que sacar un ticket y de que solo sirven refrescos y
cerveza. “Los cubatas en el quiosco de la entrada” –aclara el camarero. “¿Qué
se puede esperar de una noche en la que te dan preservativos pero el alcohol
está restringido?” –me pregunto intentando descifrar esa señal. Al adentrarme
en la explanada me da la sensación de que todo el mundo se conoce y se va moviendo
a mi alrededor cumpliendo una pauta aritmética sobre variación: combinaciones
de cien elementos tomados de dos en dos, de tres en tres, en una sucesión
infinita de reencuentros y presentaciones. Entonces bajan las luces, la masa
aplaude y comienza a sonar “Boogie Wonderland”, mi tema, ese que he bailado en
discotecas hasta la extenuación y que así, nada más empezar, me pilla en frío.
Aún así llego sin problemas hasta la segunda fila y me pongo a saltar llevada
por el impulso del momento. Desde allí compruebo que acompañando a los tres
miembros del conjunto original que se distinguen de los demás por la edad, el
grupo ha sido objeto de una renovación generacional y quitando a uno de ellos,
que fiel a mi recuerdo viste pantalón de flecos, melena, plataformas y
volantes, el resto ha optado por un look más urbano y actual. Junto a mi una
pandillita de negras se mueve con facilidad innata y yo las intento imitar,
chasqueando los dedos y moviendo hombros, pies y caderas con bastante menos
gracia que ellas pero con mucha voluntad. Un amigo llega con dos gin tonics que
nos repartimos y cuando me lanzo a beber un extraño sabor invade mi boca. “Le
han puesto agua con gas, se les ha acabado la tónica” –me informa. Pese a que
no soy nada exquisita para el tema tengo que reconocer que ese experimento es
difícil de beber.
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Creo que compartimos calor, fila y nefasto brebaje, eso sí, la música pudo con todo.
ResponderEliminar(¿Por qué no habrá en Valencia más eventos musicales decentes?)