En principio no me suelo
rebelar ante las convenciones de estilo que se imponen al ser invitado a una
fiesta. Más allá del smoking o del vestido largo o de cóctel demandados en
algunos eventos puntuales, a veces los organizadores te salen con florituras
tipo “black & gold”, “caribbean mix” o el más extendido y accesible look
ibicenco donde sólo vale un color: el blanco. Así que al ser convocada a una
velada nívea esta semana en un club deportivo de la ciudad abro mi armario en
busca del modelo perfecto. Entre vaqueros, chaquetas de cuero y prendas de
rayas o en negro doy con un ligero y solitario vestido veraniego en blanco
inmaculado con un pronunciado escote rematado por un bordado. Me lo pruebo y al
mirarme en el espejo descubro que 1-Me falta bronceado, 2-Marco pechuga en plan
Gina Lollobrigida, 3-Se marca la barriga. Recuerdo entonces una faja color
carne que compré para una boda y nunca estrené y que recoge desde los muslos
hasta debajo del pecho en plan morcilla de arroz provocando a la vista un bajón
de libido sin precedentes. Como puedo me embuto en ella y pienso en el numerito
que voy a tener que montar si me surge la necesidad de ir al baño. Me acuerdo
entonces de María Antonieta y sus miriñaques y de Scarlett O’Hara y los sufrimientos
con el corsé y me entrego a esa penitencia femenina de manera estoica con el
único objetivo de parecer más delgada. “¿No hace mucho calor?” –le pregunto a
la amiga que conduce y que me ha venido a buscar mientras intento dar con la
manera de poderme sentar. “Llevo faja, ¿sabes?” –le cuento orgullosa como si se
tratara de una proeza. “Pues espero que no tengas me mear” –me contesta
confirmando mis sospechas. Tras aparcar hacemos nuestra entrada al recinto y ya
en la puerta me doy cuenta de que el blanco tiene varias interpretaciones y de
que además se puede combinar. “¿Hay barra libre?” –le pregunto a un camarero
uniformado que me mira parado antes de contestarme que no. Unas doscientas
personas unificadas por el color inmaculado ocupamos nuestros asientos en
grandes mesas bajo un cañizo cuando un señor de buena planta, que me recuerda Phillipe
Junot, me ofrece un coctel atento. Yo miro su camisa de lino y la fina cadena
de oro de la que pende un pequeño cuerno de marfil asomando en su pecho. Al
verle moverse entre las hembras con caballerosidad, soltura y el punto justo de
irreverencia lo veo como a un cazador, sutil, preciso y letal. “O son mayores o
unos críos, pero no hay ni un tío de nuestra edad” –me dice una de la mesa. “Yo
los prefiero maduros, tengo el clásico complejo filial, una tara desde pequeña”
–dice otra. “A mi antes me pasaba igual, pero este año en la piscina hay mucho
animal que no pasará los veinte. El otro día me descubrí fantaseando con que un
crío de esos se acercaba a pedirme la hora, se abalanzaba sobre mi y teníamos
un encuentro carnal” –comparte otra más. Intento participar de la conversación
pero siento que voy a reventar. “Llevo una faja, no puedo más” –vuelvo a decir
con la necesidad de compartir mi osadía, de que alguien reconozca mi valía.
“Quítatela, cuando he llegado me he dado cuenta de que se me marcaban las bragas.
Me las he guardado en el bolso y estoy liberada” –me confiesa una chica
atractiva que luce un vestido largo estilo hippie. Me pongo de pie para ir al
baño decidida a acabar con la tortura. Por el camino me cruzo de nuevo al
cazador a punto de atacar a una dama en la pista de baile que dos o tres
matrimonios acaban de estrenar. Al verlos bailar entregados, moviendo pies y
caderas al compás, me digo que quizás es una pena que los hombres de menos de cierta
edad ya no bailen en pareja. Que debe de ser bonito dejarse llevar por tu
novio, tu ligue o tu marido, marcando el cha cha chá, girando grácil entre sus
brazos en ese rítmico preámbulo de carácter sensual. Encerrada en el vestuario
me desprendo a tirones de esa prenda infernal que parece haberse fundido conmigo
y vuelvo directa a la pista con una renovada sensación de libertad para bailar en
solitario y pasando de mi barriga. Corren nuevos tiempos para la feminidad.
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