Con los años y conforme fue variando
mi situación, cambié el escenario de mis veraneos de los idílicos años de
infancia en Gandía con escarceos al Perelló o Cullera, pasando por la
adolescencia y primera juventud en Denia y las posteriores Ibiza y Formentera,
más chic, exclusivas y en apariencia molonas, donde la gente guapa del planeta
sale a cenar o a navegar. Así las vacaciones dejaron de tener tres meses para
durar quince días, más algunas escapaditas de fin de semana distribuidas por
Pascua, algún puente o Navidad. Por ello el otro jueves, cuando una madre del cole
nos invita a un grupito a pasar el día a su apartamento de Puebla de Farnals,
sufro una extraña conmoción, una regresión que comienza sobre la arena, cuando
saca un paquete de papas Lolita y un bote de aceitunas rellenas. Con la mano
todavía mojada cojo una patata de la bolsa y al llevármela a la boca siento en
los labios el sabor de la sal y la sensación crujiente entre los dientes
activando determinadas conexiones mentales muy reales que me transportan a los
seis años. Al llegar a la piscina me llama la atención un trampolín que ocupa
uno de las laterales invitándome a entrar al agua de manera alternativa.
Decidida, me lanzo a probar para darme cuenta, al experimentar una sonora
culada, de que estoy desentrenada. Tras colocar mi biquini en su lugar, me
vuelvo a lanzar un par de veces más saboreando la divertida sensación de estar
suspendida unos segundos antes de la caída. Cuando me siento en la toalla miro
al resto disfrutando del baño tras la playa, una secuencia pactada, relajada,
en una situación de comunión con sus vecinos de urbanización. “Ya han traído la
paella” –me indican. Desde la terraza del apartamento veo a varias familias
comiendo al exterior, en muchos casos a pecho descubierto, ensalada y gazpacho
sobre manteles de cuadros. De fondo en el televisor las noticias hablan del
calor, las carreteras y algún caso de corrupción. Al terminar de comer me quedo
medio traspuesta en el sillón sumida en ese momento de placer molestada tan
solo por una mosca impertinente que insiste en posarse en mi brazo. Para
merendar saca una bandeja con una perfecta selección: barquillos, leche
merengada con canela y granizado de limón. Bajamos de nuevo y al salir del
ascensor veo en la portería unos carteles que han pegado con el plan del día. “Batalla
de globos en la piscina y taller de plastilina, clase de aquaerobic, campeonato
de mus y cine de verano”. A mi alrededor se agolpan críos frotándose las manos
con emoción al contemplar la programación que para el día siguiente anuncia
castillos hinchables y bailes de salón. Ya en la calle, en las zonas comunes
unos y otras comen pipas o helados y las parejas de jubilados salen arreglados
a pasear. No puedo evitar pensar en los veranos de mi infancia y me dejo llevar
por la nostalgia al recordar las pelotas de Nivea lanzadas desde una avioneta
amarilla, los castillos en la orilla, los bocadillos de tortilla, el cine al
aire libre, las camas elásticas, la petanca, los bolos, los recreativos, fumar
en la estación, ir a la playa sin protección, jugar a polis y cacos, meter la
cara en la sandía o andar descalza todo el día. Una del grupito aprovecha una
ausencia de la anfitriona y rompe de manera momentánea mi ensoñación haciendo
una crítica afilada de la urbanización, la gente, el ambiente. Nos habla entonces
de su experiencia de años en el primer montañar de Jávea, de una casa que
alquiló en Denia sobre las rocas en la parte de las Rotas, del chalet de sus
suegros en el Portet de Moraira, de cuando juega con sus amigas a las paletas
en Benicassim, en la zona de Playetas. “Esta tía es idiota” –me digo, y tomo
nota mental de hacerle el vacío. Cuando nos vamos a marchar veo a las pandillas
de jovencitos de tonteo sentados en el muro del paseo, me pongo por un momento
en su lugar y soy capaz de sentir la libertad, el poder de la novedad, la
expectación, las prisas. Observo como uno de ellos muy flaco, que no tendrá más
de quine años, se acerca con disimulo hasta una morenita de su edad a la que
coge de la mano. Yo cojo el coche y vuelvo a mi casa llena hasta arriba de
verano.
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