Motivado, quizás, por injusta
tradición machista, estamos más que acostumbrados a ver a mujeres
despampanantes en brazos de hombres poco agraciados o que les doblan la edad.
La estampa feo-tía buena a pocos parece extrañar, pero si el caso es al
contrario y se torna la situación, necesitamos inmediato de una justificación.
Recuerdo el día que Amparo, una madre del curso de natación, nos presentó a
Ricardo, su marido, un morenazo de treinta y tantos con el pelo castaño algo
largo, ojos de un verde intenso, cuerpo atlético y sonrisa preciosa. Ella en
cambio, su mujer, es bastante sosa, con un físico del montón y una intensa y
contenida mala leche. Enseguida se hizo un aparte donde unas y otras empezaron
a elucubrar: “estará forrada”, “en la cama será muy guarra”, “se casaría
embarazada”, “sería la hija del jefe” –soltaron en un goteo de suposiciones
hasta que alguien, refiriéndose a él, hizo la afirmación más cruel: “seguro que
se lo monta con otra”. Yo escuché con la sensación de estar participando de una
traición. “Igual él es idiota y es ella la que le hace un favor” –dije lanzando
un alegato en defensa de Amparo que nadie escuchó. Las clases siguientes me
dediqué a observar y comprobé que el tal Ricardo no sólo estaba cañón sino que
además era todo atención con su señora a la que cuidaba con esmero y miraba con
devoción. Ella en cambio se dirigía a él con tono adusto, casi marcial,
imponiendo su criterio y sus opiniones hasta en la más absurda de las
cuestiones.
El exceso atractivo en el
varón suele venir acompañado de una marcada inseguridad y en el caso de
Ricardo, que no es ninguna lumbrera, de una necesidad constante de aceptación,
de aprobación. Amparo por su parte, como buena experta en marketing
empresarial, supo optimizar sus recursos con maestría canalizando su potencial
para obtener el beneficio deseado. Regla clave de la belleza: todo está en la
cabeza.
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