Leo en este diario que “La
cena de los idiotas” ha vuelto a la ciudad. Una versión renovada del
desternillante texto se interpreta estos días en el Olympia. Muchos de los que
no han visto la obra conocerán la historia por la película del mismo nombre, dirigida
por Francis Veber en 1998. La acción se centra en la cena que los miércoles
organizan un grupo de amigos. Cada uno de ellos debe de llevar consigo un tipo
poco brillante con el fin de dar con el idiota universal, un sujeto tonto de
remate que anime la velada con su ignorancia infinita. El tema me viene a la
cabeza la noche que me invitan a una cena clandestina. «¿Cómo?» –me sorprendo.
«La cena la organiza un chico en su piso. Allí reúne a unas diez personas
mezcladas. Prepara la comida y escoge el vino. Nosotros seremos cuatro y el
resto desconocidos. Me han dicho que es muy divertido» –me explica. La
propuesta me parece, por lo menos, estimulante. Empiezo a elucubrar con una
larga lista de posibilidades que se pueden dar. Me imagino sentados frente a algún
ex, o ese vecino que me cae mal, un antiguo jefe, un rollito de BUP, una
profesora del pasado o un político de bagaje complicado.
Por fin llega el día
escogido. Jueves. De camino a la dirección señalada pienso que el jueves es
mejor, que es un día informal, que si la cosa pinta mal te puedes escaquear con
la excusa de que tienes que madrugar. Llegamos al portal de una finca tipo
señorial en el cogollo comercial de la ciudad. Tras marcar el número en el
telefonillo la puerta de abre sin más y nosotros nos miramos. «¿No será un
rollito sexual?, ¿Quién te lo ha recomendado?» –le pregunto al amigo que nos ha
movilizado. «No estaría mal. Ya tendrías inicio para tu libro: una orgía con la
flor y nata de la ciudad. Podrías presentar Valencia como el nuevo reducto del
vicio. Con la edición en papel podrían regalar un condón» –suelta serio.
Subimos a pie hasta el segundo piso comentando mi supuesto debut editorial.
Cuando llegamos al rellano la puerta está abierta. Dentro nos encontramos con
un inmenso salón, iluminado por velas, con tres enormes ventanales que ofrecen
una perspectiva única del Mercado de Colón. En el centro una mesa alargada
decorada de manera sobria, en las paredes un par de pinturas escogidas. Un
incensario que pende junto a la puerta despliega un aroma embriagador. Una
pareja, ella alta, joven y atractiva, él bajito y mayor, mira a la calle
degustando una copa de vino. Se acercan a saludarnos agradables. Por un pasillo
aparecen dos chicas de edad indefinida vestidas con una especie de sari, una en
verde y otra en marrón. Somos presentadas y por un momento tengo la sensación
de que se mueven de manera sincronizada. Entonces sale el anfitrión y nos
ofrece una copa. Alto, delgado, lleva una especie de bata puesta y me recuerda
a un director de orquesta. Las vistas a la calle centran en ese momento la
conversación. Por la puerta aparece una pareja más. El chico, de aspecto
tímido, lleva en la mano un marco con la foto de un paisaje de montaña y lo que
parecen unos perros al fondo. Tras saludar lo coloca en un lado de la mesa,
todos lo miramos sin mirar pero nadie tiene los cojones de preguntar. Nos
sentamos según indica el organizador. Le cena se compone de varios platos, tipo
degustación. El que nos recibe nos va contando detalles sobre los ingredientes
y la preparación. El grupo disfruta de su arte culinario y tengo la sensación
de que seguimos una especie de guión, con diálogos mezclados sobre temas que
van desde el plan de rescate de Detroit, la última bienal de arte de Venecia o
una crema de blanqueamiento anal. Las horas no parecen pasar, me sobrecoge un
pensamiento buñuelista, como si estuviéramos en una réplica de “El Ángel
Exterminador”, y me obsesiona la idea de que cuando llegue el momento, nunca
podremos salir. A eso de la una nos marchamos dejando al resto del grupo
sentado. Días después me viene a la cabeza que quizás ellos sigan allí,
atrapados en ese espejismo de mundanidad. Recuerdo entonces la despedida del
dueño de la casa: «La vida es divertida» –asegura. Caigo más tarde en la cuenta
de que esa frase no es de él, sino que
es dicha por uno de los personajes en la película de Buñuel.
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