Coincido el otro día en una
cena con dos varones desconocidos, amigos de unos amigos. El primero tiene
cuarenta y largos, es alto, bien parecido y tiene un punto interesante. El
segundo rondará los sesenta, es de estatura media, parece de entrada callado y
no destaca por agraciado. En la mesa además hay un par de solteras de buen ver
que, y como las abejas al panal, ponen toda su atención en el primero, que
parece pasarlo fenomenal. Éste, el guapo, habla con seguridad de su trabajo de
asesor y nos narra sus gustos en pintura y fotografía, mientras reparte
sonrisas encantador. Las damas asienten y lo miran como si fuera lo más
fascinante del mundo entero y casi se caen de la silla cuando descubren que es
hetero y está soltero. El segundo, que ha permanecido hasta el momento en un
plano inferior, se va soltando echando mano de ese valor tan seguro que es el
sentido del humor. Ya calientes por el vino, las señoras viran su atención
hacia este señor inteligente que se confiesa amante de la cocina, el vino y la
buena conversación. El primero, que lleva un rato ausente, trata de recuperar
su lugar hablando de ejercicio y nos instruye sobre cómo nos tenemos que cuidar
con ciertos hábitos alimenticios. El segundo dice entonces que a las señoras
hay que tratarlas como si fueran una pareja de vals, acompañarlas con suavidad
intentando seguir su ritmo pero sin agobiar. El primero dice que le gustan las
mujeres que van despacio y le dejan mantener su espacio. El segundo afirma que
la dama se vuelve más bella con la maternidad y asegura que la mujer madura y
segura le parece irresistible. El primero parece confundido y percibo su
estatus: tocado y hundido. Tras el postre se marcha a casa alegando que tiene
que madrugar y el otro, el vencedor, acaba la velada siendo el centro de
atención. Así queda confirmado que, en estos casos, la ciencia que mejor
funciona es sin duda la experiencia.
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