Leo que cada vez hay más
hombres aquejados del llamado “síndrome del vestuario”, una suerte de patología
que surge por la comparativa, muchas veces inconsciente, entre miembros. Por
una compleja ecuación neuronal, el macho tendería a percibir su órgano sexual
como más pequeño de lo que realmente es, activando en su cerebro una cadena de
mecanismos que atacarían, en última instancia, a su autoestima. Aquí el varón
tiene mucho que aprender de la mujer. Pues, y de una manera innata que quizás
tiene que ver con una rama de la ciencia conectada con el instinto de
supervivencia, nosotras tendemos a ver en las otras una realidad adaptada. Es
decir, que si la hembra tiene un pecho perfecto nuestros ojos irán directos al
culo, la rodilla o a cualquier otra parte de su cuerpo hasta dar con el defecto.
Gracias a esta mirada sesgada se lleva a cabo una compensación que equilibra la
visión y nos protege del desánimo. Con el tema de las parejas
pasa un poco igual. Si un tío se pasea con una acompañante despampanante el
resto lo verá como un triunfador y lo imaginará atendido por esa ninfa
descomunal, que no sólo es sexy y diligente sino que destaca por trabajadora,
inteligente y buena conversadora. Para nosotras es diferente. Cuando vemos a
otra en compañía de un tío guapo y encantador, que además es un padrazo y tiene
aura de triunfador, pensamos al segundo en cual será la tara, que quizás es una
suegra obsesionada, o resulta que la caga cuando abre la boca, o es un picha
loca. En ambos casos nosotras hemos aprendido a paliar el padecimiento producido
por el brillo ajeno a golpe de práctica lógica. Por ello les animo a los
señores a no calibrar su hombría en función de las medidas del vecino pues
sobretodo, y especialmente en el caso expuesto, muchas veces la percepción del
tamaño tiene mucho que ver con el contexto, la situación y hasta el
presupuesto.
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