Comparte conmigo un amigo
algo pendón, de esos que nunca se ha casado y que a los casi cincuenta tira de
agenda, una curiosa revelación. Un viernes noche está de copas con otro amigo
cuando a eso de las dos de la madrugada recibe una llamada. En la calle escucha
la voz de la atractiva heredera de una familia de bien, una chica madura con
potente delantera, cabra loca y soltera, a la que de vez en cuando frecuenta.
En tono suave pero firme le dicta un simple mandato: «ven». Él sonríe algo
bufado y le explica que está acompañado, que va a despedirse de su colega para
no dejarlo colgado. Entonces ella añade: «que venga también él». Sorprendido,
le cuenta la propuesta a su compañero, que va igual de chispado y acepta
lanzado. Por el camino comentan entre risas que seguro que se trata de un bulo
y luego hacen algunas bromas sobre sus respectivos culos. Tras entrar en el portal
suben los diez pisos en ascensor y hacen un pareado chistoso con la palabra
frío y el término trío. La dama les recibe en el salón con la luz apagada y los
conduce sin hablar a la habitación. Uno de ellos la empieza a besar y el otro
se queda en un segundo plano, hasta que ella lo coge de la mano. Unas tres
horas después los dos se suben de nuevo al ascensor, esta vez de bajada,
evitando cruzar sus miradas. Cuando las puertas se abren los dos invitan al
otro al salir, ya sin reír, con una postura forzada. Tras unos instantes los
dos, por impulso, dan un paso hacia delante quedando sus cuerpos unidos por la
zona del costado, a lo que ellos reaccionan con gesto horrorizado. Desde ese día
no han vuelto a hablar. Ahora mi amigo intenta olvidar los detalles de esa
noche de oscuridad y tequila. Y, pese a que está muy seguro de su integridad, lleva
fatal todos los chistes que hacen referencia a su condición sexual.
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