Algo está pasando en nuestra
ciudad. En lo que llevamos de año dos noches se han registrado temperaturas de
casi 20 grados, dando lugar a las veladas más cálidas de enero desde que
existen datos, equiparando la sensación ambiental a la del mes de junio. Estos
días la Agencia Estatal de Meteorología ha declarado la alerta amarilla por
nieve y vientos fuertes, que podrían alcanzar los 100 kilómetros por hora. Esta
climatología de contrastes influye de manera directa en el ambiente volviendo
loco nuestro termostato y trastocándonos la mente. El efecto lo empiezo a notar
cuando una amiga me comenta que se ha apuntado a unas clases en un centro de Ruzafa
para aprender a respirar. Pienso en como te pueden reeducar en algo tan
elemental como es la respiración y la asedio a preguntas sobre el método, la
sensación, el resultado. «¿Nunca has pegado un polvo salvaje?» –me pregunta dejándome
descolocada. «Creo que sí…» – respondo cortada. «Ese es el tipo de respiración
acelerada. Nosotros trabajamos con una técnica más pausada y controlada» –me
explica. «¿Y que es lo que ocurre cuando aumentamos las revoluciones?» –le digo
con curiosidad pensando en la pregunta que me ha hecho sobre la intensidad de
mi sexualidad. «Que puede provocar rigidez. La clave es mantener el ritmo y
centrarse en el momento. Se trata de respirar, no de jadear. Como si fuera la
primera vez.» – aclara. La semana siguiente un amigo me cuenta que se ha
apuntado a Bikram Yoga en Benimaclet. La historia consiste en meterse en una
clase en la que la temperatura está elevada hasta casi los cuarenta grados. Los
alumnos no dejan de sudar, con la intención de depurar y de llevar el cuerpo a
un plano superior, con la combinación de los estiramientos, el calor y de nuevo
la respiración. Me cuenta que este ejercicio es lo máximo en ciudades como
Londres o Nueva York y que al hacerlo puedes llegar al límite. Sé de otra más
que hace un par de semanas asistió a un retiro por la Sierra de Mariola. Instalada
junto a un grupito en un hospedaje rural, se sometieron durante seis días a un
programa de desintoxicación, con ayunos, meditación, lavados colo-rectales,
paseos en solitario y todo tipo de actividades destinadas a depurar la cabeza y
el organismo. A su vuelta me informó de que, pese a que los dos primeros días
lo pasó bastante mal, la tercera jornada experimentó una especie de
renacimiento, una clarividencia que en su opinión es la evidencia de que
estamos invadidos por la mierda.
Me imagino a todos esos
alumnos respirando y transpirando en distintos puntos de la ciudad y a lo largo
y ancho de toda nuestra comunidad. Los visualizo como si se hubieran
transformado en un sistema de depuración y a través de ellos se estuvieran limpiando
las partículas de nuestra conciencia. ¿Dónde están los mascachapas?» –me
pregunto. ¿Qué hay de las princesas poligoneras, los okupas, los chavalines que
antes se montaban el botellón, los vendedores de costo, los camellos, las
putas, los colgados? – me digo. Caigo en la cuenta de que una vez que entras en
la fase de maternidad, el entorno urbano toma para uno un punto de vista más
amable y plano. La crianza de los niños te dota, por unos años, de una percepción
naif y superficial como si, de manera inconsciente, cercenaras el nervio óptico
de lo crítico inventando para ellos un cuento donde no existe el sufrimiento. Me
planteo entonces comenzar a estirar, o a sudar, o a respirar, pasearme por la
versión infierno de este invierno de calor, a modo de sacrificio y en pago por
el mundo ideal que he intentado recrear para mis hijos. Las palabras de Guido
Orefice, el entrañable italiano judío interpretado por Roberto Benigni en la
cinta “La vida es bella”, definen a la perfección la sensación ambivalente que
produce vivir durante un tiempo en un plano de ficción: «Esta
es una historia sencilla, pero no es fácil contarla. Como en una fábula, hay
dolor. Y, como una fábula, está llena de maravillas y de felicidad».
No hay comentarios:
Publicar un comentario