Salgo el pasado jueves a tomar una copa. En el local,
situado en Conde Altea, me encuentro con dos antiguas compañeras de universidad
acomodadas junto a la barra. “¿Qué tal?” –les pregunto cuando voy a pedir. En cosa de
cinco minutos nos ponemos al día. Las dos están casadas y son madres de
familia. El marido de una está en el paro, el otro de vacaciones y las dos
trabajan en la ciudad. “Los mandamos a la playa con los niños”- me explican, y
entonces confirmo que ambas arrastran una melopea considerable. Tras el
encuentro me sitúo en una zona de asientos desde la que tengo buena perspectiva
de las peripecias de las amigas, que beben chupitos junto a un grupo de
veinteañeros que gravita a su alrededor. Al rato me dirijo al cuarto de baño y
allí las encuentro partidas de la risa mientras se pintan los labios de rojo
chillón. Me confiesan que llevan en danza desde las tres de la tarde. “Hemos
quedado a comer y nos hemos bebido dos botella de vino, y luego un mojito, y
otro….y hasta ahora”- añaden. Me cuentan que el día anterior decidieron
improvisar una fiestecilla en casa de una de ellas. Una de las invitadas se
presentó con dos amigos extranjeros y un par de compañeros de trabajo se
apuntaron a la reunión, que terminó convertida en una jarana en toda regla. Los
vecinos llamaron a la policía y la cama de la dueña terminó ocupada por un
interiorista alemán y la secretaria de su despacho.
Sólo unos días después, tras una cena en la Alameda,
quedo con mi marido que está con un amigo, también casado y trabajando sólo en
la ciudad. Encuentro a éste bronceado, algo arrebatado y pendiente del móvil en
extremo. Sospecho enseguida que quizás tiene un affaire estival y que así, vía mensaje, calienta el asunto hasta
encontrarse con la pajarita de turno. Algo molesta, le doy conversación
intentando captar su atención, pero resulta del todo imposible. En un momento
se excusa y sale del local para atender una llamada. “Este tío es un
sinvergüenza” –le digo a mi marido. Y expongo mi opinión sin darle oportunidad
a contrastar la versión. El otro vuelve a la mesa con cara de agobio. “¿Va todo
bien?” –le pregunto con segundas. Entonces me muestra el móvil donde tiene
abierto el whatsapp. “Es mi mujer, me
tiene frito con sus encarguitos” –confiesa. En la pantalla se puede leer un
mensaje interminable: “Trae las servilletas del mantel azul, el juego de
sábanas de la cama pequeña, las cápsulas de Nespresso
(Livanto y Capriccio), el neopreno de Javi, mi champú rosa del baño, las
películas del cajón de la salita, calcetines de deporte para Paulita, el
cargador de repuesto de la Nintendo, mi perfume de Hermès…¡ah! y las revistas
del mes”. Termino de leer y me siento mal de inmediato, pues si pensaba que
este pobre mentía, ahora me doy cuenta de que su mujer lo toma por una empresa
de mensajería. “Esto es sólo lo de hoy” –me informa. “Ayer estuve encargando
los uniformes escolares y los libros de texto. Luego me fui al club de tenis y
los matriculé en las extraescolares” –me cuenta. “Le dije de ir mañana, pero me
pide que mejor el sábado, y así recojo a su madre que llega de un crucero por
el Mediterráneo” –concluye lacónico. Me entero de que la esposa descansa en
Moraira, en compañía de los niños, de la chica de servicio y sus amigas del paddle. “Ella sí que sabe” –le digo en
tono de guasa. Pero él se tiene que marchar, pues al día siguiente a las siete
llega a su casa pulidor del parqué. Me sabe fatal, pero encuentro que su mujer
es una profesional que sabe como sacarle el partido a su entregado marido.
En igualdad de condiciones, la mujer, por diversas
razones, y al margen de su propensión, sabe mejor como disfrutar de la ocasión.
El despiporre femenino pasa por gin-tonics
a media tarde, pedicuras semanales, salir a ritmo frenético y en casos
puntuales, algún coqueteo cibernético. En cambio ellos, en apariencia más
osados, se suelen quedar rezagados en la soledad del hogar. Porque los tiempos
están cambiando y el macho, domesticado, ha cambiado el salir de caza por tomar
capuchino a la taza, en una masculinidad acotada exenta de picaresca. Señoras,
atención a este dato, pues el macho puede encontrarse en peligro de extinción. Levanten
el veto en pos de una vuelta al hombre inquieto, pues su supuesto libertinaje se
queda, la gran mayoría de las veces, en “mucho ruido y pocas nueces”.
Los días que me he quedado solo y con mi familia en Denia me he dedicado a escuchar música, sin mirar volumen, aprovechando esos discos "prohibidos" y jazz que suelen silenciarse por los auriculares.
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