Las palabras “niños” y “verano” parecen destinadas a enlazar
con alegría y gozo en esas jornadas de asueto donde la única obligación es
lanzarse a la piscina, comer ensaladilla y pasarlo de maravilla. Pero la
realidad es bien distinta cuando esos niños son los tuyos. Y en esto, las
madres me darán la razón, pues cuando termina el colegio empieza lo complicado,
en una prueba de resistencia donde la única consigna que queda es el “sálvese
quién pueda”.
Me encuentro en una playa de Jávea a Luisa, una madre del
colegio. Recuerdo, que allá por el mes de junio, en una fiesta infantil, me dijo
con convicción: “Qué bonito es estar en familia. Una cosa sé seguro, yo en
agosto no me llevo a la canguro.” Dos meses después, la misma madre bebe sangría
desparramada en la orilla mientras sus tres hijos juegan en la arena. Aunque no
me ha dicho nada, lo cierto es que la encuentro algo atacada. Decido
preguntarle amable:“¿Y qué tal las vacaciones?”. A lo que ella me responde
directa: “¿Vacaciones? Estoy hasta los cojones”. La miro sorprendida ante la
rotunda sinceridad. Entonces ella continua. “Todo el año trabajando, soñando
con el sol y la playa. Al final llega el momento y llegamos al apartamento,
donde lejos de descansar, me toca limpiar, madrugar, cocinar, ordenar, pelear,
castigar y negociar. No me puedo poner ni un biquini, y con este bañador,
parezco un jodido leñador. Y esas, mis vecinas, mis compañeras de urbanización,
son tan criticonas que si todas abrieran la boca provocarían una enorme erupción.
Luego está mi marido, que se pasa todo el día caliente y cada vez que entro en
la habitación, me espera con una horrible erección. Y mi suegra, esa dama
encantadora enamorada de su hijo, que en el fondo mismo de su ser, no me puede
ni ver. Tú con tus bebés, quizás pienses que lo tienes todo organizado. Hazme
caso, ni siquiera has empezado.” Se detiene para pegarle un trago a su vaso y
yo, cortada, no sé como salir del paso. Veo entonces que sus hijos salpican y
lanzan arena a todo el que pasa. “Luisa, los niños, están molestando a la gente.”
–le advierto. “Que se jodan. Lo siento, este es mi momento” – contesta tajante.
Un par de días después recibo la llamada de una amiga que ha
optado por unos días en familia por la zona de Artana. “¿Todo bien por la
montaña?” –me intereso. “¿Estás de coña?” –suelta ella. Y me narra una tétrica secuencia
de cenas bajo una parra, picadas de mosquitos, caminatas interminables, niños
incorregibles, un río helado, sueño, calor, ibuprofeno y trabajo del bueno. “El
año que viene yo ya sé lo que me conviene” –me cuenta. “Tras el cursillo de
verano y las dos semanas de campamento me pienso traer a una niñera de cuento,
una institutriz con experiencia sobrada de paciencia” –confirma.
Me doy cuenta que el asunto merece de mi atención, pues
quizás yo, por mi maternidad reciente, no soy capaz de ver lo evidente: unos
años más tarde cuando el marido ya no se implica, la cosa se complica. Si no
están los abuelos para echar una mano y pagar una ayuda externa es misión imposible,
me parece comprensible que las vacaciones escolares se conviertan en una prueba
increíble. Y aunque reserves el hotel de tus sueños en una cala escondida,
aunque des con la casa ideal en una pequeña aldea rural, aunque vueles en
primera a cualquier capital europea, los niños madrugan, llevan un ritmo de
locura y requieren de una atención y unas dosis de energía, que para cuando
terminas la jornada, lo más seguro es que te encuentres completamente agotada.
Entiendo ahora la noticia de todos los años, esa que anuncia que en el mes de
septiembre, tras acabar con el tiempo libre y volver a las obligaciones, muchas
relaciones terminan heridas de muerte. Desde aquí les deseo suerte, máxime este
año que por problemas de cartera, muchos se han visto obligados a tomar la
fresca en la escalera. Si usted vive en familia y a estas alturas todavía
conserva la armonía en el campo de lo conyugal, es que no lo ha hecho tan mal.
Aguante el sprint final y espere la
vuelta a la normalidad donde la mayoría viajamos en el mismo barco, pues en
caso de naufragio, siempre nos queda eso tan deportivo del fracaso colectivo.
Atentos a la lección: formar una familia es cuestión de elección, pero una vez
que la tienes, ya sabes a lo que te atienes. Es entonces cuando se torna clave
la organización.
¿Y yo que no tengo ganas de que se acaben?, probablemente no soy tan rara avis, sino que soy consciente de que en breve echaré este "estrés" estival de menos... y mucho.
ResponderEliminarYo estoy con Sergio, ningunas ganas de que se acabasen, aunque igual influye el que no tengo hijos, sólo dos sobrinas y cuando me ponen de los nervios se las paso a sus madres respectivas (hermanas mías, por cierto :P).
ResponderEliminarBesos!!!!!