Sábado de agosto, ferry
Valencia-Ibiza de las dos de la tarde. Calor, gentío y el bullicio propio de
inicio de las vacaciones. Transcurre un
largo rato entre checking, entrada
del coche y subida al barco para sentirlo zarpar, con media hora de retraso,
rumbo a las pitiusas. Al instante me arrepiento de haberme acomodado junto a
una pequeña zona acotada, destinada al desfogue de los más pequeños. Provistos
de un tobogán de colores y una sillas diminutas de cara a un televisor, los
niños del barco hacen el bestia y gritan a su antojo a escasos dos metros de mi
asiento. Aunque yo también tengo hijos y sé que se trata de comportamientos
normales, afloran en mi fuertes instintos criminales.
Decido caminar y tomo el pasillo enmoquetado rumbo a popa.
En uno de los ventanales una pareja, él abogado, ella estilosa periodista,
discute contenida. “¿Qué cara he puesto? Estás loco, de verdad. Llevaba dos
años sin verlo, es pura casualidad.” –explica ella apurada. El parece que la
quiera matar, me imagino que hablan de algún ex con el que se acaban de cruzar.
Paso de largo, de la zona de los baños me llega un leve olor a vomitado. Se
abre de golpe la puerta del de mujeres y emerge una dama, alto cargo de
Consellería, con la cara del color de la cera, el vestido arrugado y la melena
revuelta. Apoyada en la puerta, lucha contra el mareo y camina con un curioso
tambaleo, debido a una indisposición, que haría las delicias de más de uno de
la oposición. Localizo una puerta al exterior, paso por ella y una vez superada
la nube de humo que rodea a los fumadores, doy con un grupo de tatuados, libres
de camiseta, que beben cerveza y ligan con dos chicas altísimas y musculadas.
Intercaladas con el sonido del oleaje oigo frases sueltas: “esta noche la
rompemos en el Space”, “una amiga
relaciones igual nos pasa al vip de
la Flower Power”. A mis pies un pobre bulldog con correa de tachuelas y piel
fucsia, propiedad de una de ellas, me mira mareado e intuyo que algo abrumado
por los días que le esperan. Casi leo sus pensamientos: “otra semana más
cagando en la terraza del apartamento…”. Entro y voy a mi asiento donde mi
hijo, ya despierto, exige explorar el barco. “Ya estoy harto” –suelta
impaciente. “Pues todavía quedan tres horas” –le explico. Pero el ya corre por un
lateral directo a la cafetería. Allí doy con la pareja del principio que sigue
con la discusión. “Le has puesto ojitos, te conozco muy bien. Desde el
principio me di cuenta que sigues colada por él” – la acusa mezquino. Ella mira
la barra. “Yo te juro que no es cierto, ¿qué quieres que haga?” –pregunta
desesperada. En el otro extremo, la dama del mareo, apoyada sobre un codo,
sujeta una manzanilla con mano temblorosa y observa el infinito con mirada piadosa. “¿Y esto siempre se mueve
tanto?” –le pregunta al camarero. “Lo de hoy no es nada, quizás sea sugestión.
¿Le pongo algo mejor que la infusión?” –pregunta atento. La dama asiente con un
gesto. En unas de las mesas, una señora del Club de Golf Escorpión, que acaba
de protagonizar una sonada separación, viaja junto a un varón, algo más joven
de ella, al que mira embelesada mientras comparten botella de vino.
Consigo retener a mi hijo, por el espacio de veinte minutos,
junto a uno de los ventanales. “Tengo pipi” –me anuncia al fin. Deshacemos el
camino andado y entramos en un baño de olor agrio y luz de neón. Allí doy con
un váter presentable y le siento. En
uno de los lavabos la periodista del novio celoso habla por el móvil de cara al
espejo “este tío es insoportable, si sigue así le dejo”. De uno de los
compartimentos emerge la dama del golf con su nueva adquisición, ambos
sonrosados y algo ajados. Lejos de poner cara de apuro, al pasar, ella le pega
un pellizco en el culo. Salgo, superada ante tanta información. En la barra
continua la dama que ahora, más recuperada, apura un gin-tonic en compañía de las chicas del perrito. “Ya me diréis la
dirección, quizás aprovecho el viaje y me hago un tatuaje” –les suelta lanzada.
Yo vuelvo a mi asiento. Por megafonía indican que la llegada se retrasará una
hora. Cierro los ojos y me imagino tumbada en la playa, ajena a toda suerte de
vaivenes terrenales. Me relajo intentando disfrutar del momento y pasar a positivo
el torrente de sensaciones. ¿O acaso no tratan justo de eso las vacaciones?.
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