A mi amiga Maite siempre le han excitado los desfiles de
Moros y Cristianos. Aunque no le encuentra explicación, el fragor de los
timbales, los trajes majestuosos, la apostura cristiana, el exotismo moro, el
calor, el olor a puro, a alcohol, a sudor y a tío, la ponen como una moto. Lo
descubrió hace tiempo en Alcoy donde fue invitada por la empresa de su entonces
novio. Años después, unos conocidos la llaman para las fiestas de Fontanares. A
su llegada Maite es instalada en una casa particular. Al día siguiente por la
mañana la anfitriona la invita a vestirse con uno de sus trajes de gala. Maite,
al verse morisca, se siente la princesa Sherezade y llegado el mediodía, tras
varias jarras de tinto, no hay quien le quite el vestido. La dueña, viéndola
tan animada, le dice: “déjatelo en el desfile”. Ella acepta encantada y el
resto del día lo pasa bebiendo y haciendo chistes horribles como: “quiero que
un cristiano me meta mano” o “a ese moro que va a desfilar me lo voy a beneficiar”.
A la hora del inicio se instalan en un balcón. De repente escucha a lo lejos
los potentes tambores. Ella espera impaciente y al ver aparecer la primera filà, eleva los brazos intentando
moverse al compás. “Igual es mejor que no bebas más” –le dice otro invitado.
Pero ella le agarra el cubata que él termina de sacar y se lo acaba sin
pestañear. Aparece una colla de moros, imponentes, vestidos de negro y oro.
Maite, en un éxtasis total, comienza a quitarse la ropa al compás de la dolçaina, para lanzar el sujetador. El
mismo chico de antes la intenta parar, pero ella, arrebatada, se logra soltar y
le dice a voz en grito: “¡Que te vayas a la mierda, me voy a pasar a todos esos
por la piedra!”. Finalmente entre unos cuantos la consiguen frenar y logran
meterla en la casa donde Maite duerme la mona. Al día siguiente, se despierta
con una resaca bestial y se excusa por la escena. Más tarde pensará, traviesa,
que esa noche en la verbena no se le escapa su presa.
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