Volvía la otra mañana por el cauce del río Turia en la zona
cercana al Gulliver cuando acierto a ver en mi camino, temblando sobre el
césped, un ave de plumaje pardo que me dedica una mirada impenetrable. Tras una
breve observación constato que el pobre pajarillo es incapaz de echar a volar y
me viene a la cabeza una vieja consigna de la infancia: “pajarito en el suelo
que no puede alzar el vuelo, arrastra alguna enfermedad”. Decido así seguir mi
camino pero, con cada paso que doy, me siento peor persona. Giro la cabeza y
sus pequeños ojos me observan en la distancia. Es una mañana húmeda y calurosa,
el ambiente resulta asfixiante pero yo, que siento un profundo respeto por la
fauna y el mundo natural, no suelo empatizar con este tipo de causas. Aún así suspiro
y decido buscar ayuda. Salgo al camino asfaltado y veo a un señor uniformado junto
al alquiler de bicicletas. “Hay un pájaro en el suelo” –le digo. El mensaje me
resulta de inmediato infantil y algo loco. El señor me mira y yo caigo en que
llevo un vestido demasiado corto para este tipo de expedición que además,
clarea la ropa interior. “Soy del servicio de alumbrado” –me explica. “Espera y
te acompaño a jardinería” –añade. Nos dirigimos a una caseta donde una pareja
ordena útiles de trabajo. “He encontrado un pájaro enfermo” –anuncio. “¿Dónde?”
–preguntan. “Un poco más allá, pasados esos árboles” –señalo. Me piden que les
acompañe y paso a encabezar así el grupo de cuatro en esa improvisada operación
de salvamento. Cuando llegamos el pajarillo espera en el mismo lugar. Una
señora se acerca acompañada de un perro que lo olfatea nervioso. “¿Qué pasa?”
–pregunta escrutadora. “Señora, aparte al perro” –le digo en plan macarra. Entonces
el chico de jardinería, pertrechado con unos guantes, se agacha para cogerlo.
El pájaro mueve las alas con ímpetu ofreciendo una breve resistencia. Finalmente
es atrapado. “Es una tórtola” –nos anuncia con escaso entusiasmo. La señora del
perro enseguida lo aclara. “Es como una paloma pero más fea” –dicta cruel. “¿Y
ahora que van a hacer?” –pregunto preocupada. Detecto cierta tensión entre el
grupo. Entiendo entonces que si yo no hubiera anunciado su presencia, nadie
hubiera movido un dedo al respecto, y todo, me imagino, por la falta de linaje
del pajarillo. “Ya nos encargamos nosotros” –me dice la compañera queriendo poner
tierra de por medio. “Está claro que no está bien” –le digo. “Tendremos que hacerlo
volar” –contesta. “No puede” –replico. “Pues entonces será rechazado, no
podemos hacer nada” –me explica. “¿Y no piensan luchar? ¿Y si fuera un halcón
peregrino?” –continuo ofendida. De repente me siento como Brigitte Bardot encadenada
a unos árboles a la salida de un desfile de peletería. Un señor mayor, algo
desarrapado, se acerca y observa con atención. “No lo manoseen más, lo mejor
que pueden hacer es devolverlo a su nido” –explica señalando la copa de un
árbol. “Creo que usted va bebido” –indica la dueña del perrito, impertinente,
señalando un cartón de vino. “Me parece una indeseable y su perro tiene cara de
idiota” –le responde el señor muy digno. “¡Ya basta!” –apacigua el jardinero.
“Si no nos queda otra opción, quizá desee su adopción” –me explica. “¿Quién?
¿Yo?” –contesto. “No sabría cuidar de él, además su familia… me parece algo muy
cruel” –confieso. “Pues llame a la protectora” –me indica el del vino. “¡Intentemos
que vuele una vez!” –propone el del alumbrado. Convenimos entonces lanzarla, en
algún lugar elevado, con la esperanza de que recobre la lozanía. Desde el
puente del Reino, observamos atentos la operación. A la de tres la empujamos al
aire, la tórtola extiende el plumaje y ejecuta una bonita parábola para a
continuación, caer en picado hasta el suelo y, ahora sí, dejar la vida en la
tierra.
La enterramos debajo del nido. Yo me quedé pensando, que si
bien no pudo sobrevivir, le dimos un grandioso final, un último vuelo, pleno,
que quizás le sirvió de despedida de esta bella y triste vida. A las tórtolas
les digo que se sujeten bien al nido, pues su presencia en el ámbito urbano y
su carácter mundano, hacen que su casta, de entrada, resulte menos valorada. Lección
vital que saco de todo el asunto: ahora que las cosas se ponen feas, una buena
solución instantánea pasa por la solidaridad espontánea.
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