La semana pasada vivo un acontecimiento sin duda especial en
la vida de cualquier madre: el primer día de colegio de mi hijo mayor. El lugar
seleccionado es un tradicional centro de la calle Salamanca que cada año recibe
numerosas solicitudes. Padres y madres, desubicados, llegamos puntuales de la
mano de nuestros pequeños. “¿Cómo serán las otras?”, me pregunto no sin cierta
ansiedad, con la certeza de que el azar me unirá a algunas de ellas, a través
de nuestros hijos, durante los próximos quince años. Ya en la entrada hago un
barrido. Una antigua compañera de clase que la verdad, me caía fatal. Una
vecina del barrio que nunca para de hablar. Un pibón, alta, delgada y bastante
más joven que yo. Me junto a ella para mirarla y de cerca compruebo aliviada
que lleva extensiones y unos inmensos tacones. Un par de padres gorditos, otro
en traje de chaqueta que viene repeinado y parece que no está mal. El ex de una
amiga acompañado de su nueva mujer que viste pantalón blanco y luce un enorme
escotón. A mi lado, una mujer estilosa, algo mayor, no deja de mirar el móvil
pasando de lo que ocurre a su alrededor. “¿Es el primero?” –le pregunto mirando
a su crio. Ella contesta sin apartar los ojos de la pantalla. “¿De verdad te lo
parece?” –me suelta seca y continua: “Arturo es mi quinto y último, se trata de
una proeza, el sueño de mi marido, hijo único y resentido, que ha querido
expiar una niñez espantosa creando su propia familia numerosa”. “Pues estás
fenomenal” –comento admirando su figura. “Nunca he estado tan mal. Hazme caso,
aunque creas que estás preparada, más de dos es una cagada” –confirma. Estoy a
punto de contestar pero una breve mirada me indica que ya molesto.
Tras dejar a los niños en el patio de juegos, nos conducen a
una clase de sillas diminutas. Algunas madres llevan boli y libreta con la
intención, me imagino, de tomar alguna anotación. Entonces entra la tutora y
saluda: “Hola, me llamo Majo, muchas gracias por vuestra asistencia”. Una de la
primera fila levanta la mano. “¿Quieres que te llamemos Majo o prefieres María
José?” –pregunta aplicada. La profesora desconcertada contesta un escueto “Creo
que Majo está bien”. Retoma la presentación cuando a los pocos segundos sufre
otra interrupción: “Cayetano casi no almuerza, apenas se bebe un zumito. ¿Habrá
alguien para ayudarlo?”. A lo que ella responde “si, claro, pero esto no es la
guardería, lo importante es que vayan ganando en autonomía”. Sigue entonces
relatando algunas normas cuando la misma madre interviene de nuevo: “Cayetano
no duerme la siesta, ¿qué hará él cuando el resto descanse?”. La profesora
suspira y le aclara: “estará en el patio con las chicas de apoyo?”. “¿Él solo?”
–insiste la otra. “Con lo otros que ya no duerman” –replica la maestra. “¿Y los
días que llueva?” –plantea la primera. “Irán al pabellón” –contesta. “Esto
parece un frontón” –me digo mirando a esa madre psicópata. Y me sorprendo ante
la enorme paciencia que mantiene estoica la tutora mientras prosigue su
discurso con coherencia. Cuando llega al tema del baño, la madre de Cayetano
enseguida levanta la mano. “Pues el mío aún no usa el papel solo” –anuncia al
resto. Entonces otra señora le ataja espontánea: “Entonces Cayetano se va a
tener que limpiar con la mano”. El resto de la sala se ríe con ganas y la madre
se gira marcial. “¿Perdona?” –le pregunta asesina. “No pasa nada, pero eres un
poco pesada. Todos tenemos dudas y un hijo como el tuyo, y no damos el coñazo
al resto con el mínimo pretexto” –le suelta. La cosa huele a trifulca cuando
entra el director para dar la bienvenida. Mientras visitamos la escuela aún se
palpa la tensión y en la puerta de salida tienen un nuevo enganchón.
Algunas mujeres al vivir la maternidad, una experiencia
bonita y a la vez dura, pierden por completo la cordura compartiendo con
cualquier persona todo aquello que las obsesiona. Sus conversaciones, antes
normales, solo giran ahora alrededor de sus sensaciones maternales, y el resto,
marido, amigos o trabajo, les empieza a importar un carajo. A aquellas
obsesionadas y a todas las que piensan que su vida como mujer se quedo en el
paritorio, las animo a relajarse y a vivir la situación con perspectiva, pues
lo cierto es que ser madre no es matar a la esposa o la amiga. Y comparto una
gran verdad de la que a veces no somos conscientes: al resto le importa una
mierda que a nuestros hijos les salgan los dientes.
Supongo que es algo que le pasa a todo el mundo y que nace de la preocupación... pero todo tiene un límite y es mejor que se vuelvan autosuficientes rápidamente, aplicando el dicho: !que se busque la vida!
ResponderEliminarSaludos.