Sin duda estoy al tanto de la corriente ecológica que nos llega
en temas de alimentación. Son pocos los supermercados que no cuentan con su
apartado bio, y las visitas la
mercado, lejos de perseguir la calidad, o simplemente la practicidad, se
revisten ahora de ese aroma neo saludable que busca a toda costa la
naturalidad. Por ello me pongo nerviosa cuando somos invitados por una amiga a
su casa, bonita y espaciosa, en la falda del Montgó, y nada más entrar por la
puerta nos advierte motivada: “tengo una sorpresa, entre todos vamos a coger lo
que llevarnos a la mesa”. “¡Oh no!” –me digo. Pero antes de darme cuenta sudo
bajo un sol de muerte mientras la amiga, ataviada con mono vaquero y guantes de
cuero, empieza a soltar el rollo. “A mi derecha los tomates y cebollas, en el
centro albahaca, tomillo, romero y menta, a vuestra izquierda calabacines,
pimientos y pepinos” –relata con alegría. Yo en voz baja le confieso a mi
marido “esto es una mierda, dudo que esta chica esté muy cuerda”. Y me doy
cuenta que no soy la única descarriada, pues otra de las invitadas me mira con
complicidad cuando la dueña nos entrega una cesta de mimbre, “este es vuestro
huerto, coged lo que os pida el cuerpo” –continua. Intentando escabullirme me
dirijo por mi cuenta a las plantas aromáticas en busca de un poco de menta.
“Muy bien Elena, una excelente opción, ideal para favorecer una buena
digestión” –me sorprende a traición. “La verdad, yo pensaba en algo fresquito
con ron y azúcar moreno. ¿No te gusta el mojito?” –pregunto amigable. Ella me
mira sorprendida y niega con el dedo en el aire. “Aquí hay que portarse bien.
Si quieres algo refrescante prueba con las infusiones que he preparado en las
jarras de allí delante” –me señala. Me dirijo hasta allí, cabizbaja, y me
encuentro con un mejunje dorado preparado con hielo. A mi lado la otra chica me
comenta en voz baja: “¿de verdad será té helado o es que esta tía se ha
meado?”. Las dos nos partimos de risa y seguimos con el plan previsto, pues la
divina anfitriona no nos deja otra opción.
De repente aparece el que debe de ser el casero, un pobre
señor ataviado con ropa de labranza, dispuesto a ejecutar una estudiada performance. “Mirad, aquí está Jacinto.”
–nos anuncia entusiasmada. Y le indica a él cordial: “Haga tranquilo el
trabajo, continúe con lo suyo”. A lo que mi mente replica: “que nosotros ya
hacemos el capullo”. Entonces Jacinto riega y echa abono aquí y allá
ofreciéndonos a los allí presentes una representación muy real del trabajo
rural.
Por fin entramos a la casa donde nos tiene guardada otra
pequeña aventura. Mientras unos cortan la verdura, otros preparamos con
nuestras manos pan ácimo, o lo que es lo mismo, exento de levadura. Consigo
escabullirme de la bacanal vegetal y me hago fuerte en la terraza junto a una
botella de vino hasta que al fin, tras la mañana agotadora, nos sentamos a la
mesa donde nos ponemos hasta arriba de gazpacho de remolacha, tortas de avena,
bandejas de crudités y montañas de
brotes de no se qué. En un momento dado, cegada por tensión, me llevo a la boca
unas ramas colocadas en la mesa a modo de decoración. La directora de orquesta continua
dándonos la lata con la misma perorata del “somos lo que comemos”. Yo no puedo
más, y el hambre me mata. Así que finjo que me llaman, me invento una alarma
doméstica y de vuelta a casa paramos para comer una hamburguesa.
De verdad creo en los buenos hábitos y en tratar de llevar
una dieta equilibrada. Apuesto por el pequeño productor y abogo por la
agricultura tradicional como exponente de la cultura. Pero cuando llego a casa
de alguien y veo la maceta con la tomatera, me entra dentera. Cualquier moda o
tendencia, si se presenta por imposición, y máxime si no tiene ni pies ni
cabeza, a mi me produce una enorme desazón. A nadie le hace daño si le da por
montarse un huerto, pero de ahí a fustigar al personal y convertirlo en su eje
vital, hay un trecho importante. No quiero pensar si el próximo hit consiste en tener por la casa una
vaca, gallina y dos cerdos. Aunque todo es posible, y más de cara a un futuro
sostenible, donde no tiene lugar la versión artificial. Como complemento al
“muerte a lo banal” o al “arriba lo natural”, les recuerdo una norma que puede
resultar pagana: que cada uno haga lo que le de la santísima gana.
Tengo una opinión contradictoria en lo que respecto a lo bio, la ecología y el naturismo, siendo incapaz de trazar una línea clara entre el snobismo, la convicción o el negocio, de lo que no dudo es de lo gallardo del acto que es plantarse un mono vaquero a conciencia de haber compartido ese sol de justicia y ese bochorno de injusticia esos días por idénticos lares, decisión que confirma que cada cual hace lo que le da la santísima gana. Cierto.
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