El pasado fin de semana unos
amigos nos invitan a su falla del centro. Allí me encuentro a conocidos y
algunos otros que me suenan de cara, un “quién es quién” de gente bien reunidos
bajo una carpa donde disfrutamos de una agradable cena tras la cual, yo me
imagino que dará paso la tradicional verbena. Pero no. El destino tiene
reservado para mi esa noche un plan mucho más brutal, una combinación letal que
consta de disfraces y playbacks. Así
que sólo una hora después, cubata en mano, observo a los falleros retirar mesas
y acomodar el espacio para lo que viene a continuación. Un joven presentador da
paso al espectáculo y ante mi veo desfilar a lo más granado de nuestra ciudad
que, vestidos con originales disfraces, interpretan temas musicales en grupo.
Sin poder apartar los ojos de un conocido doctor que se mueve en mallas vestido
de piña, o de los guapos hijos de un constructor, dos universitarios talentosos
formados en el extranjero, que bailan con un hula hoop mientras sus compañeras hacen piruetas sobre el suelo, me
doy cuenta de que a los allí presentes lo que está ocurriendo les produce una
gracia de locura, que les van la emociones fuertes, la droga dura. Luego,
preguntando, me entero de que el espectáculo lleva meses de ensayos y
preparación, así que llego a la conclusión, y dada la calidad de la actuación, de
que la cosa les sirve de excusa para quedar una vez a la semana y hacer lo que
les de gana. Lo que hace que recuerde algo ocurrido el año anterior, cuando se
puso de moda entre la juventud acomodada una curiosa propuesta: terminar cantando
las noches de fiesta. Así, a las cuatro de la mañana de los jueves y viernes,
unos y otras se daban cita en un karaoke cercano a la Gran Vía y allí, entre
frases como “tía, canto fatal” o “estás tonto, lo haces fenomenal”, entonaban sobre
el escenario temas conocidos a voz en grito, borrachos como una cuba, animados
por el “¡que suba! ¡que suba!” de la platea. Yo misma me sorprendí una noche
interpretando a altas horas una versión penosa del “Bailar Pegados” junto a una
amiga ante la mirada de colgados,
habituales y de otros como nosotras, desarraigados puntuales. Los días
siguientes lo pasé fatal ante el temor de que alguien nos hubiera sacado una
foto y la pudiera colgar en alguna red social.
Tampoco puedo olvidar cuando
hace un par de meses me proponen un plan alternativo, una velada con picada,
copa y baile incluido. “Va a estar súper divertido, viene un profesor, tras la
cena suben la música, él baila y nosotras le seguimos” –me explica una conocida.
Yo, que desde cría siento debilidad por las coreografías, me apunto por
curiosidad. El día acordado nos damos cita en un pub latino por la zona de
Aragón. Allí, tras un breve picoteo y unos vinos, Adán, que así se llama el
profesor mulato, se coloca en primera fila y a ritmo de bachata, cumbia y
merengue, empieza a bailar, con los
brazos en alto, exagerando los pasos y marcando el ritmo con chasquidos de
boca. El resto nos vamos cogiendo, hipnotizadas, moviendo la cadera y ondulando
los hombros a golpe de melena. Aunque la mayoría no hemos sido dotadas con el
sentido del ritmo, le ponemos intención. Entonces siento una especie de
redención, al verme así, unida al compás del grupo. De repente, sin saber muy
bien porqué, me acuerdo de Beyoncé, de Madonna, de Michel Jackson, los
visualizo poderosos, como irreales, en cualquiera de sus videos musicales. Creo
entender por qué parece estar en boga esta moda de actuar, cantar o bailar ante
otros, esta experiencia interpretativa amateur en la que la mayoría nos lucimos
con lo peor que sabemos hacer. Por ello ya no me extraño cuando alguien me
invita a cenar a su casa y a los postres aparece con el “SingStar”, un
videojuego de karaoke casero que en los últimos tiempos se ha convertido en la
estrella improvisada de muchas veladas. Aconsejo a aquellos que quieran brillar
en sociedad, ampliar sus círculos amistosos, que no sean sosos y se dejan
llevar. Cultive el artista que lleva en su interior, pero siempre que le sea
posible evite que le graben o le hagan fotos si no quiere vivir un drama
posterior.
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