Durante mis años de
universidad compaginé los estudios con el trabajo de azafata o camarera con la
intención de sacarme unas perras. En compañía de un par de amigas las noches de
los viernes me ponía detrás de la barra para servir cubatas y aguantar a
algunos de los habituales que nos daban un rato la lata. Recuerdo a uno en
particular, un varón que entonces rondaría los treinta y largos, apuesto,
ligón, entretenido, perspicaz , lanzado y siempre bien acompañado. Años después
me lo seguía encontrando de vez en cuando alguna noche de farra o con alguna
jovencita en el coche, igual de
bandarra, en la máxima representación del macho hetero soltero. Pero el otro
día me llevo una sorpresa cuando mientras espero en la consulta del pediatra,
hace su aparición el crapulón, aquel soltero enfermizo, ahora reconvertido en
padre primerizo. Acompañado de su mujer, una dama de unos cuarenta rubia, estilosa
y con un punto sosa, mueve el carro donde reposa el bebé que ahora llora, con
mirada vidriosa y el rostro pálido y contraído, la clara señal de no haber
dormido. Ella no deja de hablar de una comida familiar y luego pasa al tema de
la habitación del pequeño, en cuya decoración parece estar poniendo todo su
empeño. Él asiente de manera mecánica y traga saliva mientras ejecuta lo que su
esposa le acaba de ordenar, que es entregarle al niño y buscar en la bolsa un mullido
cojín para amamantar. Yo lo miro y pienso “han tardado, pero al final te han
cazado”. Imagino que hace siglos que no verá a su antigua pandilla, ni bailará
hasta las tantas con una chica guapa que le muerda la boca, ni se beberá una
copa. Me produce una satisfacción inexplicable ver atrapados a esos maduros
locos por las garras del amor. No quisiera ser impertinente, pero: ¿cuál de
todos será el siguiente?
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