“Mi mujer ha conseguido que no me vuelva a atraer ni una
sola chica” –me confesaba el otro día un conocido. “Tiene la extraña habilidad
de sacar defectos al resto, en una mezcla a partes iguales de crueldad y
creatividad” –explica. Y me cuenta varios ejemplos, como el de la canguro que a
veces contratan, un bombón de veinte años con boca carnosa y el culo respingón
que a él le producía temblores hasta que una tarde Marga, su esposa, después de
recibirla en la puerta le dice a él en voz baja: “¿te has dado cuenta de que se
le va un ojo?, parece como tuerta”. También se encargó de fastidiar su fantasía
con la atractiva dentista el día que le dijo, antes de llegar a la consulta:
“la pobre suda como un animal, ¿no te has fijado? siempre lleva rodal”. Igual
que con un amiga de ella, la buenorra del grupo que siempre ha causado
conmoción entre su pandilla. Para él ya no fue lo mismo desde el momento en que
Marga le señaló una rareza: “tiene una frente descomunal, yo creo que le crece
el pelo desde la mitad de la cabeza”. Así, una a una, Marga fue minando de
manera inteligente y paciente cualquier atisbo de atracción que pudiera sentir
por otra. Consciente del poder de sus palabras, fue educando la vista de su
marido hacia puntos de la mujer a los que nunca había prestado atención.
Rodillas, tobillos, orejas, codos, párpados, empeines o cejas con defecto,
consiguieron crear en él el efecto deseado, despojándole para siempre de la
alegría masculina inconsecuente que antes se resumía en “esa está buena” o “esta
me pone caliente”. Ahora el pobre lucha entre su instinto natural de tendencia
a lo sexual contra la mirada crítica adquirida por obra y gracia de su mujer. Pero
cuidado, pues todo lo que le ha enseñado se puede revertir en su contra. ¿O
acaso ella no ha pensado que la mirada que le dedica a ella pueda, como en un
espejo, sacar su peor reflejo?
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