Hacer cola es algo que uno
aprende desde pequeño. Ya en la guardería te enseñan a esperar para ir al baño,
beber agua o recibir comida. Es algo pactado, consensuado, una de las señales
claras del progreso de la civilización. Incluso cuando estás de copas y sientes
tanta necesidad de ir al retrete que empiezas a sudar frío, tienes que aguantar
que las tres tías que tienes delante entren en plan comandita sin parar de reír
y tarden más de veinte minutos en salir. “Putas” –piensas que les vas a decir.
Pero te aguantas la violencia interior con eso que se llama paciencia adquirida
porque no te queda otra. Me dirijo la semana pasada a unas oficinas de la
administración para tratar un tema de autónomos, una historia de una
subvención. Al llegar allí me encuentro con un marcador electrónico con una
complicada numeración y en una esquina, una chica sentada frente a una mesa
vacía que hace las veces de mostrador. “Perdona, ¿para consultar un tema de una
subvención?” –digo amable. “Ve a la máquina y aprieta el número que pone
información, esto es la recepción” – me contesta mascando chicle. Obediente, me
dirijo a una pantalla de ordenador y pulso un botón rojo que pone
“información”. Inmediatamente escupe un papelito con un número que, en base a los
dígitos luminosos del marcador de la pared que va avanzando, me tiene más de
media hora esperando. Cuando por fin me toca me siento en una silla y un chico
de aspecto amable me dedica una mirada afable. “Hola, venía para informarme
sobre una subvención” –le expongo con efusividad intuyendo cierta amabilidad.
“Tienes que ir a la máquina y entre todas las opciones apretar el botón “ayudas
y subvenciones” – le escucho decir. “¿Disculpa? He esperado casi una hora para
el turno de información” –respondo ya cabreada. “Lo siento pero no puedo hacer
nada” – y vuelve la vista a una larga lista que tiene sobre la mesa. Al límite
del control me acerco de nuevo a la máquina y pulso el botón, que antes no
había visto y que me da el papelito para la cola de subvención. Cuarenta
minutos más tarde el marcador anuncia mi turno y de nuevo, y para mi sorpresa,
me veo en la misma mesa. Yo miro al chico con ira y el me mira con la misma
expresión amable y afable que ahora me parece detestable. “¿Esto hace un rato
no era información?” –le digo en tono taimado. “Una compañera se ha ausentado,
estoy haciendo la sustitución” –responde. “¿Me informas ahora de la
subvención?” – le suelto arañando mi carpeta.
Pero tras una breve conversación descubro que hay algo que no sabía y en
un “más difícil todavía” me envían de nuevo a la máquina para apretar otro botón.
Yo salgo disparada por la puerta sin haber conseguido nada después de todo ese
rato cuando empiezo a sentir las ganas de cometer un asesinato. Ese día aún
protagonizo dos colas más. Una en el supermercado, con el carro completamente
cargado y un señor delante de mi pidiendo el fiambre cortado y preparado por
separado. “El jamón york en cuatro paquetes de tres lonchas, la sobrasada en
tres paquetitos de unos cincuenta gramos, un cuarto de catalana preparada en
cinco sobres distintos, diez taquitos de ese queso que parece el tronchón” –
pide sosegado alargando todo lo posible su turno mientras el resto lo miramos
con gesto taciturno. La otra cola me la como en una tienda de ropa de una
importante cadena cuando a la hora de pagar, una chica que quiere hacer unos
cambios lía a la cajera, que parece que no entera, y nos tiene a otras seis más
con la ropa esperando. Pienso que me debería de ir pero después de todo lo que
me ha costado probarme y decidir, elijo resignarme. Camino de casa por la calle
Colón hago un ejercicio de visualización en el que se me plantea la existencia
como una larga espera, una especie de cola vital infinita que fomenta nuestras
emociones antes de las situaciones y, una vez se producen, nos conduce de
manera implacable y por reacción, a una nueva situación de espera. Por ello en
algunas cadenas y en parte de oficinas de la administración, parecen haber dado
con la solución definitiva que todo lo abrevia: la cita previa, el remedio
increíble que no puedo imaginarme aplicado a la hora de comprar jamón o de
pagar un pantalón. Aunque todo es posible.
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