Sale
a la luz esta semana una exclusiva sobre Sylvie Van der Vaart, la bella modelo holandesa esposa del futbolista que, tras una
breve ruptura con su pareja y la posterior reconciliación, se entera de que su
marido y su mejor amiga, esa que la estuvo consolando, se la están pegando. Lo
que hace que me acuerde de una historia parecida, cuando hace meses el marido
de una conocida, talentoso arquitecto, enlazó varios viajes de trabajo y yo la
descubrí a ella, en un par de ocasiones, con un íntimo amigo de él, una vez en
el cine y otra de copas, compartiendo conversación, miradas y risas, algo que
bien podría achacarse a una buena amistad, pero que, y según me han contado fuentes
de las que me fío, terminó en lío. Rememoro entonces los encuentros de esa
pareja furtiva y lo que entonces me pareció correcto e inocente, escondía en
realidad la mácula imborrable de lo prohibido, lo indecente. Me imagino al
pobre marido tiempo después, compartiendo de nuevo cenas y encuentros con su
querida esposa y su amigo, totalmente ajeno a esa verdad vergonzosa. Siento
pena por él hasta que me encuentro una noche en un pub a los tres bebiendo en
la barra. Ella habla con el otro, el amigo, que no le quita los ojos de encima.
Para mi sorpresa el marido afrentado, el que ha sido objeto de la traición,
parece no darse cuenta de la situación ni en el momento en que los ve bailar,
muy pegados, como en la famosa canción. Entonces se gira, cambia de expresión a
modo zorro, y le observo mientras habla con la guapa camarera, la cual le
dedica una sonrisa que revela que entre ellos existe algún tipo de relación. En
ese momento doy con la resolución: el infiel sólo piensa en él, y no hay mejor
tapadera para un engaño, que el hecho de que el otro tenga su propia
distracción. O sea, que el gato pasa del ratón cuando aparece otra gata y le
entra el calentón.
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