El
pasado sábado noche acudo a los cines Lys para ver “Efectos Secundarios”, una
película de intriga con guapos actores y trama irregular. Durante el visionado
me entusiasmo con el peinado de Rooney Mara, la protagonista. Una melena por el
hombro como despeinada con las puntas doradas y un flequillo a medio hacer que
de repente me parece irresistible. Al llegar a casa me encierro en el baño,
busco las tijeritas de los pies y sin pensarlo, corto mi cabello por la zona de
delante, dejando un par de mechas más cortas sobre la frente. Mi falta de
habilidad y de experiencia en el tema me dejan una apariencia extraña, una cara
rara, como más redonda, tipo ensaimada. Ya el lunes me dirijo a la peluquería
para arreglar la tontería y cuando salgo a la calle luciendo mi nuevo estilismo
me pregunto: ¿a qué edad una deja de cortarse el pelo en casa cuando ve a una
actriz que le vuelve loca?. Asumo entonces que no es la primera vez que actúo
por un impulso cinematográfico y me viene a la mente un recuerdo potente de
cuando vi “Desayuno con Diamantes” y me quedé flipada con Audrey Hepburn, con
su forma de andar, de hablar, de moverse, de cantar. Yo entonces era sólo una
chiquilla pero decidí que a partir de entonces, los pocos pitillos que
compartía con amigas, los fumaría con una larga boquilla que compré en un
anticuario del Carmen. Algo más intenso me ocurrió con “Lolita”, la de Kubrick,
que pese a narrar algo trágico, casi demoledor, dejó en mi el regusto por los hombres
de edad, con una perversa tendencia al respeto por la autoridad. O el empujón
existencial que supuso en mi vida “El club de los poetas muertos” con el “oh
capitán, mi capitán” de Whitman por insignia y su espíritu innovador,
inspirador, que acentuó aún más si cabe en mi interior las incipientes ganas de
narrar. Enlazo de manera mental con “Pretty Woman” la cual vi al inicio de mi
adolescencia y me hizo interesarme por las señoritas maquilladas del Parterre,
las cuales entonces imaginaba subiéndose al descapotable de ese increíble
Richard Gere apuesto, millonario y con un punto vicioso. También me fue imposible
olvidar la coreografía central de “Dirty Dancing”, ese baile rítmico y sensual
que en la intimidad de mi habitación me aprendí de memoria y que un buen día,
me lancé a ejecutar en clase de gimnasia ante la incrédula mirada de la
profesora que no sabía si castigarme o compadecerme, ni las ganas que me
entraron de hacer un safari y enamorarme de Robert Redford tras ver “Memorias
de África” o la más reciente “Entre Copas”, que me tuvo durante meses dando la
lata a mis amigos con el tema de los cursos de cata.
Por
eso me sorprendo cuando leo la noticia de que el pasado fin de semana fue el de
menos asistencia al cine en la historia de nuestro país. Intento acordarme del
último llenazo que vi en una sala y me viene a la cabeza un viernes tarde que
acompañé a mi sobrina a ver una de las entregas de “Crepúsculo”, la famosa saga
vampírica que se ha convertido en una mina cinematográfica. Independientemente
de la calidad de la cinta no pude evitar sorprenderme al ver a los jóvenes
espectadores dándole al WhatsApp sin parar, emitiendo una luz tan potente que parecían
una legión de acomodadores.
Me
pregunto a qué echarán mano los adultos del futuro para estimular su fantasía y
deseo que aunque sea recurriendo a la piratería, descubran el amor por el cine.
Aunque dudo que haya nada comparable a la oscuridad de la sala, el mullido
sillón tapizado, el suelo enmoquetado, el olor a palomitas, la bebida con pajita,
el haz del proyector, la pantalla gigante, el sonido penetrante, la emoción, la
intriga, el meterte en las vidas de otros aunque sea por un par de horas. Días
después veo mi arrebato capilar como un homenaje a esta crisis cultural, una
llamada a la acción, un pretexto, un pequeño gesto provocado por reacción a
esta falta de motivación. Desde aquí les animo a acudir a una sala de cine
antes de que sea tarde. Quizás su vida sea sutilmente trastocada por una
insignificancia, un detalle sin importancia que de manera inesperada se haga
hueco en su existencia provocándole la evanescente y fugaz felicidad que sólo
lo verdadero e inesperado es capaz de lograr.
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