En una fiesta de cumpleaños reciente donde coincido con
amigas de amigas, una de ellas alta, guapetona y morena, nos relata una
anécdota que me resulta muy divertida. Gema, que así se llama, está casada,
tiene dos niñas y un trabajo fuera de casa en el que emplea muchas horas. El
poco tiempo libre que le queda lo pasa dedicada a sus hijas, ayudándolas con
los deberes, acompañándolas a las extraescolares y organizando la casa. El tema
es que hace cosa de un mes su marido le sorprende con una escapada de fin de
semana a Roma, en un bonito hotel, para disfrutar a solas de unas mini
vacaciones alejados por un par de días de las obligaciones. El viernes noche
Gema llama a su madre, que se ha quedado con las niñas, para decirle que ya han
llegado y preguntar como va la cosa. Tras informarle de que todo está bien, su
madre hace una pausa y le dicta a su hija un consejo con voz queda: “cariño,
chiqui chiqui todo lo que puedas”. Gema se queda sorprendida ante las palabras
de su progenitora y responde de manera mecánica: “¿qué dices mamá?”. Con tono
firme se lo aclara: “Que te dejes de piedras y museos y le saques partido a la
habitación. Ponte un camisón de esos que te compras y disfruta con tu marido.
Yo ahora me arrepiento de todo el tiempo que he perdido”. Gema se despide sin
poder quitarse de la cabeza esas palabras reveladoras que cobran en ella una
nueva dimensión y de repente, le hacen sentirse en la obligación, por mandato
materno, de dar rienda suelta a una pasión desenfrenada. El domingo en el aeropuerto
ella y su marido compran algunas postales del Coliseo, la Fontana y el Vaticano,
lugares y monumentos que nunca llegaron a ver. Durante el vuelo de vuelta Gema
pensó largo rato en su madre mientras intentaba encontrar, dolorida y
agradecida, la posición adecuada en la que poderse sentar.
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