Hace un par de semanas es
escogido El Celler de Can Roca como mejor restaurante del mundo por delante del
Noma, Mugaritz o Arzak. Esa misma noche cenando con amigos de tapitas en Císcar
se nos ocurre llamar, en plan gracia, para ver si podemos reservar. Busco el
número en Internet, marco y el teléfono empieza a sonar: “Si te dan mesa nos
vamos los seis, a pelo, el día que sea”, “Pilla lo que haya, aunque sea en
Navidad”, “Di que somos periodistas, a ver si nos ponen en alguna lista” –van
soltando sin parar. En la línea salta un contestador: “Heu trucat al Celler de
Can Roca, espere un moment si us plau” –dicta una voz masculina. A continuación
comienza a sonar el “Para Elisa” de Beethoven en un bucle infinito que decido
cortar al cabo de tres minutos. “Nada, me han colgado” –miento para que no se
pongan pesados. Y pienso en mis adentros: “la leyenda ha comenzado”. Porque a
partir de ese momento aquellos que les guste un poco el mundo de la cocina
quedarán divididos para siempre en dos bandos: “los que han ido al Celler y los
que no”. Recuerdo con horror las tediosas conversaciones sobre el Bulli que en
numerosas ocasiones he tenido que soportar: las fresas a la parrilla, las
galletas de alga, el yogur de ostras, el humo de sardina, los detalles del
restaurante, las mesas, el salón, las fotos junto a la entrada y lo mejor, la
minuta enmarcada. Ahora con el Facebook la cosa se pone peor, pues algunos
amantes de lo gastronómico llenan su perfil con las fotos, plato a plato, de la
pitanza en el restaurante de moda acompañadas con alguna adivinanza: “¿Quién va
a comerse este ravioli de piña y camarones?” –escriben bajo la imagen. “Pues
seguro que tú, pesado de los cojones” – le deberían contestar. Pero nadie lo
hace, pues hace tiempo que en las redes sociales nos hemos acostumbrado a aguantar.
En el otro extremo está la exaltación del autenticismo que algunos llegan a
elevar al estatus de misticismo. “Conozco un bar por Ruzafa en el que el tío ni
te sirve la mesa, eres tú el que te tienes que levantar” – me dicen. Un día me
llevan y al entrar me doy de cara con un garito feo y descuidado donde el
propietario, sin moverse de la barra, va llamando a voz en grito a los clientes
que acuden obedientes para coger el pedido y el vino, que les pone en una
extraña jarra. “¿A qué es una pasada?” –me pregunta un conocido. “Este tipo lo
que tiene es mucha jeta. O es un vago o está ahorrando en personal” –le digo. Me
acuerdo de otro que había en la zona del Cabanyal donde el trato era tan de
andar por casa que al acabar la velada te daba la sensación de que te tenías
que quedar para fregar. Y otro más de la playa donde el propietario cocinaba
descalzo y te servía un tomate buenísimo pero sin lavar. “Os vais a cagar”
–recuerdo que anunciaba un amigo. “Además de verdad” –pensaba yo segura de que
esa falta de higiene iba a repercutir de manera directa en nuestro equilibrio
estomacal. Pero el núcleo más duro está formado sin duda por aquellos y
aquellas que han descubierto recientemente el mercado, normalmente el Central,
y se lanzan los sábados a una visita pseudogastronómica-fashion-cultural con
una cesta de mimbre, los ojos muy abiertos y gesto experto para hacerse con un
botín delicatessen compuesto por erizos, algas, queso, jamón, verdura y pescado
para comer crudo. El resto de la semana serán sus compañeros de trabajo los que
tengan que sufrir la tortura de escuchar sus peripecias de puesto en puesto,
sus paradas preferidas y la lista detallada de sus compras. Admito desde aquí
que me encanta el vino, la cocina, salir de restaurantes y que con la práctica
he conseguido elaborar algunas recetas sencillas con las que de vez en cuando
me luzco. Lo que no puedo es con determinadas pasiones que con el tiempo
terminan convertidas en obsesiones y que a algunos les lleva a dar la lata o
les impide disfrutar de algo tan exquisito como un huevo, chorizo y unas
simples patatas. En estos casos, y como suelo aconsejar, en el punto medio está
la virtud entre lo cutre, sablazo y el dar el coñazo.
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