“Lo quiero para ya”. Esas cuatro palabras bastaron para que
Carla se estremeciera de placer. Llevaba seis meses trabajando desde casa para
una empresa de Madrid elaborando contenidos web. Diego, su jefe, al que nunca
había visto, era la persona con la que trataba habitualmente vía chat o
telefónica, el que había conseguido que se quedara absolutamente colgada de su figura
autoritaria y misteriosa que le escribía cosas como: “Sé más rápida, tienes que
concentrarte” o “Voy a conseguir domarte”. Carla se fue enganchando al trato
espartano aplicado por ese desconocido que le dictaba, mandaba y adoctrinaba
con palabras concretas y firmes. Cada mañana se sentaba frente al ordenador
esperando la primera orden, impaciente, nerviosa, como cuando iba a un examen
al colegio y sabía que podía ocurrir cualquier cosa. A veces intentaba ir más
allá y le escribía a su jefe con la excusa de cualquier pretexto. “No tengo
tiempo para esto” –le cortaba él avivando su deseo. Carla llegó incluso a
equivocarse de manera deliberada, a cometer algún error absurdo esperando la
reprimenda que él seguro le tenía preparada. Más tarde empezó a fantasear con
que le citaba para una reunión presencial y debía desplazarse hasta la capital.
Allí se encontraban en el hall de un hotel y tras soltarle un escueto “te estás
portando fatal”, subían a una habitación. Él le ordenaba quitarse la ropa
despacio y acercarse en silencio hasta la cama donde le ataba la muñeca a la
mesa y le decía entre susurros que fuese muy traviesa. Un día, y tras mucho
indagar en la red, Carla encontró con horror lo que hacía tiempo buscaba: la
foto de su superior, un regordete de treinta y pocos con poco pelo y cara de
empollón. Consternada, decidió olvidar el hallazgo y continuar con esa
ensoñación que la convertía, sin duda, en una persona mucho más productiva.
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Pena que algunos necesiten "palo" para funcionar.
ResponderEliminarGenial!!!
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