Los adolescentes son seres
encantadores a la vez que hedonistas, egocéntricos y extraños que en verano,
además, potenciados por elementos tales como el tiempo libre o la urbanización,
pasan a protagonizar las peores pesadillas de algunos padres que tienen que
presenciar como sus tiernos hijos o sus adorables hijas, dominan el tiempo
libre de sus vacaciones convirtiendo esos días de descanso y ocio en una
sucesión de incómodas preocupaciones. “¿Qué pasa? Te he enviado un whatss” –le
dice sin mirar al pasar la hija de quince años de una amiga a las tres de la
mañana. La madre, que lleva más de una hora esperando en el portal, respira
hondo y se intenta controlar delante de las otras de la pandilla que se marchan
a sus casas sin saludar. Yo la observo con curiosidad e intento descifrar como
puede mostrarse tan civilizada ante esa cría de bofetada cuyas dos frases de
culto son “no me ralles” o “estás fatal”. Me viene a la cabeza entonces el
tráfico de madres y padres subidos en sus coches en plena noche para
transportar a sus niños que andan de fiesta en las zonas de moda. Sé de algunos
que se hacen cubatas en plan botellón
para hacer más leve la guardia o de más de una aprovecha la espera para dedicar
un rato a la lectura o incluso retocarse con la lima la manicura. Conozco algún
padre que, harto de pasar las horas desvelado en el sofá, prefiere integrarse
en la pandilla como uno más y acompañar a los hijos en condición de observador
neutral, o a una madre que en su excesiva preocupación, ha decidido que es ella
misma la que debe de comprarle a su hijo los preservativos. “Así por lo menos
estoy segura de que va protegido” –explica convencida. Coincido a veces con
otra madre muy perfecta a que le encanta poner la mano en el fuego por su
niñita, una morenita muy desarrollada que según ella es muy formal, a la cual
yo suelo ver en la Gran Vía en plan deslenguada con la falda del uniforme
arremanga más allá de lo admisible, acompañada por chicos con los que, y según
me han informado, ya morrea. Si miro atrás y pienso en mi adolescencia me doy
cuenta de la diferencia fundamental: se les da una importancia total. A su
corta edad los tratamos como adultos, con un exceso de libertad que en lugar de
ser positiva, en muchos casos está mal entendida. Acostumbrados a imponerse y a
mandar, los planes se organizan en torno a sus apetencias dominando a su antojo
la vida familiar. Enganchados a una intensa vida social virtual por obra y
gracia de un smartphone por el que sienten una devoción parecida al sentimiento
piadoso de la religión, gestionan su existencia y sus conflictos vitales a
través de los textos y las imágenes que comparten en las redes sociales. Ansiosos
por disfrutar de ese verano salvaje y loco que nos venden los anuncios de
cerveza, se mueven entre la pereza propia de su edad y el impulso desbordado
por las cenas, las verbenas, el alcohol y las largas jornadas al sol. Los
padres mientras intentan descifrar el lenguaje extraterrestre de esos cuerpos
hormonados a veces cabreados, a veces sonrientes y tantas veces ausentes. Así,
cuando veo a ciertas madres practicando atletismo a primera hora con efusión,
jugando a pádel o caminando por el río hasta la extenuación, entiendo ese acto
como un sacrificio, una expiación, y me da la sensación que deben de acompañar
el momento con algún tipo de plegaria u oración: “Te pido, allá donde estés, que
me ayudes a dar un salto atrás o una voltereta al después. Si llenaste mi
infancia de paciencia y me has dotado de templanza para enfrentarme a la
madurez y más tarde a la vejez, dame ahora alguna clase de poder, algo muy
potente para poder hacer frente a esta jodida fase adolescente” –me parece
escucharlas repetir. Yo ahora no puedo evitar reír al verlas sufrir y pensar
que antes de darme cuenta serán mis dos hijos, ahora bebés, los que me harán
esperar, pelear y salir en plena noche a su búsqueda para aplacar mi ansiedad
subida en el coche.
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