Frente a los planes
familiares que se deben de trazar con antelación cuando uno comparte su existencia
con otra persona con la que además tiene descendencia, se encuentra el veraneo
espontáneo, voluble y loco de aquellos que están solteros. “Otro verano sin
plan, lo más seguro es que me quede en la ciudad”–comenta el otro día una
compañera soltera que el año pasado hizo una tournée por Ibiza, Sicilia,
Donostia y la Costa Brava. En cambio yo tuve que reservar una casa con seis
meses de antelación, por la que pagamos un pastón, y a la que llegamos tras una
jornada extenuante cargados con las maletas, la cuna-parque con el colchón, el
escucha bebés, las bolsas de playa, las paletas, dos colchonetas, el DVD
portátil, el ordenador, las fiambreras con papilla, las sillas de lona, la
picadora, el patinete, la bicicleta, las toallas, los chupetes, pechitos,
juguetitos y toda clase de objetos imprescindibles que convirtieron por unas
horas nuestros coches en un bazar y a nosotros en dos seres sudados, sobrepasados
y en permanente tensión. “Tú necesitas un camión, todo esto no cabe, es
imposible” –inició mi marido la ya previsible conversación de cada año para una
hora después arrancar apretados como sardinas y con gesto de mosqueo. La
llegada en barco a Ibiza cuatro horas después, tras un memorable mareo, dos
vomitonas y un insoportable calor, no fue mejor. Otra vez subimos en el coche
para llegar a la casa e instalarnos, dejar todo más o menos colocado, hacer la
inevitable visita al supermercado, repartir las habitaciones y caer en la cama
extenuados. La mayor preocupación en cambio de Lorena, una amiga que lleva una
ordenada existencia en su piso de soltera, es hacerle entender a Tomás, el
chico que se trajina hace unos meses, que en vacaciones quiere ir a su aire,
que no quiere ver a nadie, que se tiene que buscar la vida. Lo bueno, además,
es que caen por tu casa sin avisar, en principio para una comida sin más. Si la
cosa se tercia, el tema de los críos está controlado y el plan que tienes les
mola, de repente reaparecen con una pequeña maleta que llevaban por casualidad
en el coche, y se instalan un par de días en los que te anima a salir hasta las
mil. Al día siguiente tú te quieres morir cuando tus hijos te despiertan a las
nueve. Él por supuesto no se mueve hasta la una cuando hace su aparición
sonriente y de buen rollo en la piscina y se tumba en una hamaca para pasarse
una hora hablando por el móvil divertido. “Yo me piro” –te dice unas horas
después. Al poco lo verás desaparecer en su coche hacia una fiesta en Jávea o
unos días de velero en Formentera. Si lo quieres localizar será misión
imposible hasta que llegue finales de agosto y emprenda la vuelta a la ciudad.
Es entonces cuando lo verás bronceado, relajado y con pocas ganas de hablar.
“He estado aquí y allá, ya sabes, siempre a última hora” –dirá. Entonces te
hablará sobre lo dura que es la vida del soltero, de la sombra de la soledad.
El resto del invierno te enterarás, a fuerza de atar informaciones, de ciertos
detalles de sus días de vacaciones que irá soltando con cuentagotas. Entonces
llegará diciembre y te alegrarás de tener tu propia familia cuando tras la cena
de Nochebuena llegue por sorpresa, cuando todavía estáis sentados a la mesa,
cargado con varias botellas de champagne. Los días posteriores te propondrás
estar más pendiente, hacerle notar que estás a su lado, que se sienta arropado.
Entonces lo llamarás y el estará camino de Baqueira, invitado por algún grupito
con el objetivo de esquiar y de disfrutar del fin de año. Luego llegará Pascua
y volverá a ocurrir lo mismo. Pese a todo tu seguirás escuchando sus falsas
penas con la intención de conseguir captar algo de su situación, de seguir al
día de lo que se cuece en los mundos de la soltería. Alguna noche de copas tú
le reconocerás que a veces tienes la fantasía de imaginarte sin pareja y él te confesará
que después de pegarse alguna fiesta, cuando se encuentra de resaca y muy
perjudicado, preferiría tener una familia y estar casado. Luego cada uno
pensará que está encantado con su realidad.
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