El delicioso tomate de El
Perelló cobra para mi una dimensión distinta la pasada semana gracias a la
nueva novia de un amigo, una joven de físico destacado, que nos presenta
durante una comida de verano. A mitad mañana nos encontramos un grupito en el
jardín tumbados en las hamacas en animada conversación cuando entra en escena
ella, cubierta por un sencillo bañador en rosa. En una de sus manos sujeta un
gran tomate cortado por la mitad al que no parece haberle puesto ni aceite ni
sal y se lo come a mordiscos, con un gesto que resulta tan natural que roza lo
bestial, mientras finos hilos de fluido rojizo discurren de su boca a sus dedos
pasando por el brazo y goteando hasta el codo. Ajena al momento “jamón, jamón”
que ha provocado con su aparición, se sienta en el borde de la piscina, con una
de las piernas flexionada y un pie metido en el agua, y da cuenta del jugoso
fruto, que ahora veo tan alejado de la ensalada, desmembrando la fina piel con
sus blancos dientes-pala que desde ese momento en adelante me parecen dos
cuchillas cortantes. Los otros la miramos sin mirar y durante ese día, como si
esa escena hubiera servido de presagio,
me parece percibir en el resto de personas allí presentes una especie de
contagio de lo carnal, al estirarse en la toalla con el bañador empapado y el
cuerpo bronceado, untarse la crema en los muslos con esmero, beber un buen
chorro de cerveza a morro, desenredarse el cabello al sol o pasearse por la
casa con ropa ligera moviéndose con pereza al son de una suave banda sonora
compuesta por sensuales temas de bossa nova. Fascinada, pasé la jornada
observando a los otros como a cámara lenta hechizados por el efecto de ese
tomate rojo, irregular y de sabor perfecto que instauró en el grupo el influjo
de la pulsión terrenal más profunda, fecunda y racial.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario