Tomando el sol en una cala de
Jávea donde se encuentra un conocido bar, rodeada de críos, matrimonios jóvenes
recién estrenados en la paternidad, jovencitas delgadas con gafas de sol de
colores y larga melena y señoras con solera cubiertas con caftanes, alpargatas
y gorros de paja, un pequeño acontecimiento parece perturbar la equilibrada
armonía de ese día. Una mujer joven de poco más de treinta con destacado
atractivo mezclado con una impronta vulgar, emerge de las aguas en topless,
algo ya de entrada insólito para la hora y el lugar. Agachada, apoyándose con
las manos como si fuera Jane, la novia de Tarzán, sale de entre las rocas con
la piel mojada regalando una perspectiva brutal de su anatomía que presenta dos
enormes tetas de pezón marcado, con el contorno redondeado y cierta caída
vacuna. Los dos aparatos acaparan de manera total la atención del personal al
igual que un eclipse diurno. Tras la explosiva salida la hembra, ajena por
completo a la importancia de su presencia, se tumba en una hamaca boca arriba
dejando al sol las cumbres rosadas del K2 y el Everest. El resto de personas de
la playa parece orbitar entonces alrededor de esos senos brillantes cuando
atino a escuchar varios comentarios del tipo “que barbaridad”, “algunas no
tienen vergüenza”, “está bien buena” o “por fin por aquí algo que vale la
pena”, hasta que una de las opiniones, que además es repetida, llama mi
atención. “Te aseguro que son de pega” –le dice una señora a su marido que mira
de reojo con cara de pervertido. Me pregunto entonces si esa apreciación, cuya
veracidad yo me cuestiono, aplaca en cierta manera su ansiedad, si se trata de
una reacción provocada por la comparación, por lo diferente de su situación o si
es un mecanismo que utiliza su mente al intuir que su marido se ha puesto
caliente. Por su parte la chica cañón disfruta pillando bronceado con los ojos
cerrados junto a su novio musculoso que a ratos la mira, a ratos le aprieta el
muslo cariñoso. Yo me remonto a hace dos meses cuando el dentista me informa de
que me tiene que colocar una funda en la muela. Tras anestesiarme inicia al
proceso de limar la pieza original, rebajar la encía y dejar todo preparado
para la colocación de esa muela nueva y perfecta, pero falsa a la vez, que al
colocarme no puedo evitar sentir postiza. El primer y segundo días evito comer
por ese lado teniendo plena consciencia de su presencia. Me entretengo en
tocarla con la punta de la lengua repasando sus contornos, algo molesta,
incapaz de ignorarla, de aceptarla. Unas dos semanas después la olvido
asumiéndola completamente integrada en mi boca. Solo una mínima variación con
mi tono de esmalte original la desenmascararía hoy, lo que hace que me cuestione
la capacidad de asimilación de lo no verdadero en nuestro contexto vital. La
mente humana, dotada para la practicidad, es capaz de normalizar la falsedad,
integrar la novedad, asimilar lo ajeno y extraño con sorprendente facilidad
hasta el punto de olvidar el verdadero origen y precio de nuestro estado
actual. Así unos pechos, una melena, unos labios engrosados e incluso un ligue
pagado o un status obtenido tras superar un pasado complicado, pueden terminar
interiorizados de manera tal que a uno se le haga imposible recordar el origen
de aquello que hoy nos completa. La escenita playera se me presenta como una
revisión de “Fake”, con la diosa tetuda en el papel del extravagante
prestidigitador interpretado por Orson Welles, y los atónitos niños del film
sustituidos por el grupo de varones de todas las edades entregados a esa
ilusión sin tratar de descifrar el truco ni de preguntarse si será verdad. La
realidad subjetiva, en mi caso, es siempre aquella que me resulta más
satisfactoria o más divertida. Y a todos aquellos defensores de la verdad
absoluta, de la certeza total, les animo a hacer una reflexión profunda de su
bagaje vital.
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Fantástico.
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