A Bea no el gusta conducir
por carretera. Pese a que utiliza el coche en la ciudad con normalidad, de un
tiempo a esta parte el tema de la velocidad le produce inseguridad. Tras pasar
las vacaciones en la costa de Alicante, donde un amigo llevó su coche a la ida,
al llegar el final de mes se presenta el momento de volver y le plantea a su
marido el problema. “No quiero conducir de vuelta, vamos todos en el tuyo y ya recogeremos
el mío” –le cuenta. “De ninguna manera, no seas limitada. Además no creo que
haya suficiente espacio, iré yo con los niños, tú ve despacio” –contesta él. Llegado
el día Bea se agarra al volante y toma la carretera tratando de mantener el
control, respirando hondo, con el aire acondicionado a tope y la música de
fondo. Al rato empieza a acusar cierta tensión y para en un área de servicio.
Allí toma un café cuando ve entrar por la puerta a un antiguo compañero de
trabajo y a un amigo. Tras los saludos pertinentes Bea les informa de su
situación y Andrés, al que acaba de conocer, se ofrece a conducir por ella con
amabilidad, pues también se dirige a la ciudad. Ya en el asiento del copiloto
ella observa a su salvador y cae en la cuenta de que le resulta atento, varonil
y atractivo. Al cambiar de marcha Andrés topa un par de veces con la rodilla de
Bea, que ve en el gesto algo más. Esa intimidad inesperada y el hecho sentirse
liberada de la conducción, le provocan una repentina excitación, por lo que
coge una mano de él y se introduce un dedo en la boca que succiona con fruición.
El resto del trayecto lo hacen en silencio y ella, que siempre ha sido fiel, le
graba su teléfono en el móvil y antes de llegar le escribe un WhatsApp: “me quedo
con ganas de más”, una acción que produce en ella una pequeña revolución y le
hace ver, por primera vez, las ventajas de su limitación en la conducción.
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