En una de mis últimas cenas
femeninas y tras varias rondas de limoncello, llegamos al típico nivel de
conversación, modo confraternización, donde las damas, a modo de escapismo,
compartimos algunas pinceladas de la vida sexual en plan “a Eduardo le gusta en
la siesta”, “yo he superado mi sequía” o “Nacho quiere ahora que lo hagamos a
plena luz del día”. El resto comentamos cada nueva aportación hablando de la
propia experiencia, alabando o criticando lo expuesto. Entonces Rosa, de manera
inesperada, consigue dejar al grupo con la boca abierta. “A mi Pepe me pide que
cuando voy a hacerle una…ya sabéis, me ponga el gorro de natación” –afirma
pudorosa. Se impone un silencio denso y ella, sintiéndose el centro de atención
a su pesar, decide proseguir con la explicación. “Resulta que le molestan los
pelos. Aunque me haga moño o coleta siempre queda alguno suelto. Él tiene la
piel muy sensible, llegó un momento en que le hacía tantas cosquillas que era
imposible” –añade. En mi mente se aparece Rosa sin ropa vestida solamente con
el gorro de látex, como si fuera la punta de un enorme condón. Miro su rostro
agradable y su cabeza redonda y la veo como una cerilla gigante, un
espermatozoide andante. Customizada de nadadora caliente se entrega a esa
performance deportiva que a las demás nos resulta de repente tan divertida.
Creo que, en este terreno, es
lo más extraño que he oído y no puedo evitar preguntarle si esa práctica no
consigue incomodarle. “La verdad es que le he cogido el gusto, me imagino que
estamos en la estación espacial internacional y que soy una astronauta a la que
se le ha encomendado una misión especial” –nos cuenta. En ese momento confirmo
que los caminos de la pasión se presentan inescrutables y son capaces de hacer
posible cualquier situación.
Exigente la criatura...
ResponderEliminarJajaja, tronchante.
ResponderEliminarMe encanta como escribes.