Bea y Juanjo se han visto
este año en la obligación de pasar el mes de agosto en Serra. Alojados en el
chalet de los padres de él, comparten techo con los abuelos, dos hermanas de su
marido con sus parejas y numerosos críos. El resultado es que, y debido a la
forzosa distribución del espacio, deben de dormir en la habitación con sus dos
hijos. Una tarde tienen que ir a Valencia a recoger unas cosas de casa. Al
entrar, y pese al calor sofocante, Juanjo mira a Bea pasar por delante, con el
rostro sudado y aspecto congestionado, y se lanza sobre ella como un jabato
empotrándola contra la pared tras más de diez días de obligada sequía en el
chalet. Pese a que su relación no atraviesa el mejor momento, ella lo recibe
entregada y una hora y varios embistes después, vuelve a la urbanización
relajada. A los pocos días Bea anuncia que tiene que volver a la ciudad para
hacer unos recados y Juanjo, que capta de inmediato la señal, decide
acompañarla para vivir en la casa otra sesión de sexo bestial. Desde ese
momento, y casi a diario, la pareja alega cualquier excusa para ausentarse un
par de horas de las vacaciones y lanzarse a esas sesiones que han abierto una
puerta inusual en su vida matrimonial. El resto del tiempo mantienen las distancias
de manera inconsciente sumergidos en el clima de cotidianeidad. Un día, a la
hora de comer, Bea se lleva una sorpresa cuando, recién llegada de su revolcón
clandestino, escucha de manera accidental una conversación entre la madre y la
cuñada en la cocina. “¿Juanjo y Bea donde están? – pregunta la suegra. “Pues
dale que te pego en Valencia” –contesta la cuñada con normalidad. Ella se
detiene en silencio y vuelve a la piscina donde percibe entonces la mirada de
sus dos cuñados cargada de deseo reprimido y admiración y da por hecho, con
cierta satisfacción, que toda la familia comparte la información.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario