A Ana siempre le han llamado
la atención los hombres maduros. Llevada, quizá, por el instinto de sentirse
protegida, y atraída, tal vez, por la masculinidad pausada y plagada de matices
que poseen algunos varones a partir de cierta edad, para ella sus fantasías
románticas tenían el rostro y el porte de Jeremy Irons, John Malkovich o Al
Pacino. Ahora, de camino a los cincuenta, se sorprende no hace mucho observando
con detalle un anuncio en el que aparece Rafa Nadal en ropa interior. Lo que
llama su atención no es su portentoso torso ni los brazos esculpidos. Ni
siquiera la zona cero, el lugar que cubre estratégicamente la tela del slip y
que el tenista exhibe con mirada desafiante como si te apuntase con una
recortada. Aquello que centra el interés de Ana es el músculo que se encuentra
en la zona inferior del abdomen dándole forma de “v” y que se pierde bajo la
goma del calzoncillo. «Yo nunca he visto algo así al natural», comenta entre
amigas. Una del grupo cuenta que el nombre técnico es “abdominal oblicuo” y que
ella lo probó cuando hace años tuvo un lío con un chico asiduo al gimnasio, «se
trata de una zona delicatessen como el caviar, la trufa blanca o el buen
champagne. A la vista es como aerodinámico, al tacto es duro pero elástico, en
la práctica es…¿alguna tiene un coche diesel?, pues esto es como conducir un
deportivo de 500 caballos», puntualiza. Donde Ana antes veía un obrero, un
joven cachas o un deportista, ahora solo ve la sombra en la camiseta, el corte
del pantalón, una probabilidad, una línea recta susceptible de albergar ese
diamante de lo muscular, la piedra filosofal, esa “v” de volcánico, de vicio.
Le parece entender entonces la fijación del hombre con el culo y el escote y va
un paso más, «si ellos llevaran ese espacio de cintura a la vista no me
conformaría con mirar. Querría tocar», confiesa.
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