sábado, 27 de mayo de 2017

SOLO UN AMIGO




Natalia piensa en como una sola palabra de cinco letras puede albergar tanto. Resulta que su amigo Rafa, de cara a todo el mundo, incluido su marido, es su amigo. Rafa además tiene un par de hijos y está casado, con una mujer atractiva y muy amable, que también es su amiga. El problema le viene a Natalia cuando, para referirse a Rafa, tiene que utilizar la palabra “amigo”. Un término que de entrada no presenta mayor complicación fónica pero que para ella se enrevesa. Al pronunciarla, en frases como “fui con un amigo”, Natalia detecta como, de manera involuntaria, al llegar a la palabra su voz se torna un par de notas más grave, provocando una reverberación tal en su garganta que a ella le recuerda al sonido de un tam tam. La letra “i” queda inexplicablemente alargada en el aire, no como el silbido de un jilguero, sino más bien como un gemido templado. Al abordar la última grafía, la “o”, el tono de su voz desciende y se precipita, hasta hacerse casi imperceptible, convirtiéndose en una suerte de eco que acompaña con una sutil bajada de ojos y un barrido de la punta de la lengua por los labios. Ella, consciente de la circunstancia, ha tratado de solventar el tema ensayando ante el espejo, un entrenamiento que no hace más que empeorar el problema pues, al ver su imagen reflejada, al resto de detalles se incorpora una ligera elevación de las comisuras, que conforman algo parecido a una sonrisa, y un destello en la mirada, un flash breve e instantáneo que, para un observador entrenado, sería suficiente para saber que a Natalia lo que le ocurre es que su amigo Rafa le pone muy caliente. Ella cree que el embrujo se pasará el día que pueda decir la palabra de corrido. Mientras tanto fantasea con la imagen de Rafa pronunciando la palabra “amiga”, la “a” alargada, la “i” en suspenso y los dos en la cama sin ropa.

jueves, 25 de mayo de 2017

EL SEXO INFORMAL



Me confiesa un buen amigo que la vida sexual con su última pareja se ha complicado debido a las altas expectativas estéticas que ella deposita en el acto. Unas exigencias que van desde la depilación rigurosa y casi extrema de cierta parte íntima y, por supuesto, de todo el vello corporal, la tonicidad de una anatomía (ya de por si agradecida) que sublima en el gimnasio, el uso de cremas, lociones y perfumes con los que su ella aromatiza las distintas zonas de su cuerpo, incluyendo el pelo o esa línea de desfiladero que marca la separación entre las nalgas, hasta un dress code altamente sensual que alterna ropa interior de seda, ligueros o unos bodis de encaje cuya parte inferior abotonada mi amigo gusta de liberar con los dientes. El tema es que tanta perfección ha convertido el acto sexual en una prueba, desde luego efectista y vistosa pero, a sus ojos, no tan placentera. El protagonista de lo que cuento, además, cogiéndose a la inercia de ella, empezó a depilarse la espalda, siguió con el pecho, pasó a piernas y brazos llegando incluso a las ingles. Además se mata a hacer abdominales y levanta pesas, «porque a ella le gusto macizo y, si tengo más barriga de la cuenta, me pasa la mano por la zona, sonríe, la pinza con los dedos y dice: “uy, uy, uy”», me cuenta. Al inicio la cosa le resultaba excitante, se sentía muy Beckham, en plan ella muy chota y él muy mazas, haciéndolo frente al espejo con la piel untada en aceite, un mechón de pelo cayendo por la frente y cara de salido. Varios meses después se ha cansado. Se muere por irse a tomar hamburguesas y ver una peli, por ver a su chica despeinada y en bragas, por pasar de hacerse la cera, por el “tápame el culo que tengo frío”, dejar de meter la tripa y de jadear como en las películas. Echa mucho de menos el sexo normal. Y el pelo.

MALLAS CON PODERES





Hoy les relato como unas simples mallas deportivas pueden cambiar toda una vida. La historia comienza el día que Irene, unos 60, señora de bien, casada y con un nieto en camino, decide apuntarse a yoga ante la insistencia de dos amigas. Tras las primeras clases, a las que acude con suéter de punto y pantalón suelto, y en vista de que se encuentra algo más ágil y animada, se dirige a una tienda del centro a comprarse un atuendo apropiado para hacer ejercicio. Un dependiente espigado que en lugar que referirse a ella como “señora” lo hace como “chica”, le anima a llevarse un conjunto de dos piezas en lycra negra con una fina raya lila. Irene, insegura, sale el primer día camino de clase sintiéndose como un pajarillo mojado, el rostro libre de maquillaje, zapatillas, el pelo recogido en una sencilla coleta, sin los pendientes de brillantes ni el reloj. El punto de inflexión llega cuando, esperando en un semáforo, descubre su reflejo en un escaparate. La silueta sin rostro que observa es la de una persona mucho más joven que ella, los muslos delgados y torneados, los hombros rectos, el cuello perfilado. Baja la mirada y observa sus piernas recortadas en el espacio, dos extremidades que ahora le parecen ajenas, como si hubieran adquirido una independencia reciente. Acostumbrada como estaba a una vida ordenada y “acorde a su edad”, su nueva agenda incluye quedadas con amigos en un local de Alboraya para colaborar en un mural, comidas en un restaurante vegano del centro, paseos descalza por la orilla de la Patacona, conversaciones con un compañero llamado Marc en las que habla de lo que quiere y no de lo que toca o cita en un tatuador para grabarse en la piel un pequeño sol. Irene piensa que esas mallas tienen súper poderes. Su duda es ¿debería hacerse además con una capa que le permita volar y elevarse?.