Me confiesa un buen amigo
que la vida sexual con su última pareja se ha complicado debido a las altas
expectativas estéticas que ella deposita en el acto. Unas exigencias que van
desde la depilación rigurosa y casi extrema de cierta parte íntima y, por
supuesto, de todo el vello corporal, la tonicidad de una anatomía (ya de por si
agradecida) que sublima en el gimnasio, el uso de cremas, lociones y perfumes
con los que su ella aromatiza las distintas zonas de su cuerpo, incluyendo el
pelo o esa línea de desfiladero que marca la separación entre las nalgas, hasta
un dress code altamente sensual que alterna ropa interior de seda, ligueros o
unos bodis de encaje cuya parte inferior abotonada mi amigo gusta de liberar
con los dientes. El tema es que tanta perfección ha convertido el acto sexual
en una prueba, desde luego efectista y vistosa pero, a sus ojos, no tan
placentera. El protagonista de lo que cuento, además, cogiéndose a la inercia
de ella, empezó a depilarse la espalda, siguió con el pecho, pasó a piernas y brazos
llegando incluso a las ingles. Además se mata a hacer abdominales y levanta
pesas, «porque a ella le gusto macizo y, si tengo más barriga de la cuenta, me
pasa la mano por la zona, sonríe, la pinza con los dedos y dice: “uy, uy, uy”»,
me cuenta. Al inicio la cosa le resultaba excitante, se sentía muy Beckham, en
plan ella muy chota y él muy mazas, haciéndolo frente al espejo con la piel
untada en aceite, un mechón de pelo cayendo por la frente y cara de salido.
Varios meses después se ha cansado. Se muere por irse a tomar hamburguesas y ver
una peli, por ver a su chica despeinada y en bragas, por pasar de hacerse la
cera, por el “tápame el culo que tengo frío”, dejar de meter la tripa y de
jadear como en las películas. Echa mucho de menos el sexo normal. Y el pelo.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario