Cuando alguien le dice su
fecha de cumpleaños, Ana tiene la costumbre de calcular de manera mental el
momento del año en el que los padres de su interlocutor le concibieron. Los de
abril y mayo los tiene claros, se trata de personas cuyos progenitores
copularon durante el verano. Según su teoría los hermanos pequeños suelen ser
de estos meses, pues las parejas, conforme va pasando el tiempo, relegan el
acto sexual a las fiestas de guardar y vacaciones. Imagina al matrimonio ya
bragado a la hora de la siesta con varias copas de sangría encima. También
tiene claro los nacidos en septiembre pues son los gestados en Navidad. En ese
caso visualiza la escena tras la cena de Nochebuena, el efecto del champagne, la
sensación agridulce que suele dejar en uno la convivencia familiar. O bien el
último día del año, el cual reviste ciertos tintes apocalípticos. Puede ver al
hombre y a la mujer tratando de apaciguar sus anhelos a través de la posesión
como si el mundo se fuera acabar. Hablamos de instinto animal, de la excitación
irracional que provoca en el ser humano la vaga pero siempre presente sombra de
la muerte. En un apartado señalado que yo bautizaría como “fragor autóctono” se
encontrarían los nacidos en enero cuyo origen, y dada la exuberancia festera de
nuestra tierra, tendría lugar durante las Fallas. Aquí entra en juego sin duda
el fuego, la ciudad sitiada, la irreverencia de los monumentos. Para Ana es
importante además saber el año porque algunos de los de abril fueron concebidos
durante las Olimpiadas, momento en el que su padre pudo verse fascinado por la
destreza sobresaliente de un pertiguista o de un saltador de vallas, dando
lugar a un polvo atlético y decidido. En su caso fue un encierro de San Fermines
televisado el que llevó a sus padres a un delirio post taurino. Lo que según
ella explicaría su amor por el rojo y la sangre caliente.
sábado, 4 de junio de 2016
UN HOMBRE SOLO
Lo
veo sentado tomando un café en un local de los pocos que quedan con solera en
el centro. Tiene semblante serio, algo ojerizo, algunos kilos de menos, la
barba dejada crecer. Mira la taza como si fuera la primera vez que la ve, con
los dos brazos apoyados sobre la mesa: loza blanca, circunferencia marrón
humeante, cucharilla plateada y el azucarillo en sobre que lleva escrita alguna
reflexión de alguien ya muerto pero, seguro, más honrado que él. Se da la
casualidad de que hace solo dos días coincidí en un restaurante con un grupito
con el que, hace no tanto, el protagonista de esta escena compartía copiosas
cenas de autor, travesías en velero o comuniones de sus niños bilingües. Ahora
él, cuyo nombre llegó hasta las páginas de varios periódicos por apropiarse de
manera fraudulenta de un dinero que no es suyo, parece no ser bienvenido a ese
tipo de encuentros. Quizá el sobre del azúcar lleve escrito “A tus amigos los
conocerás en las adversidades”, o quizá ponga “Amigo del buen tiempo múdase con
el viento”. Tampoco va por el golf, casualmente aquellos con los que antes
jugaba ahora son más difíciles de ver o si se los cruza están más ocupados, más
estresados que nunca. Sus vecinos observan con mirada afilada los huecos que
han dejado en el garaje los coches deportivos que hasta hace nada conducía y,
aquellos que en su día le pidieron algún favor, ahora se vuelven escurridizos. La
esposa, que rara vez preguntaba cuando se trataba de hacer la maleta para volar
a alguna playa exótica o esos hijos, exigentes, que presumían de tablet, reloj
u ordenador con los amigos, ahora lo reciben en un silencio que al resto nos resultaría
acusador. El camarero, que paga una hipoteca y ha pedido un par de préstamos
para costear los implantes dentales que debe colocarse su mujer, le saca la
cuenta. El hombre más solo del mundo paga y se marcha.
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